Publicado 2010/05/09
Autor : Hna. Carmela Werner Ferreira, EP
Por donde anduviera, difundía la alegría de la santidad, de manera que a su lado la satisfacción efímera del pecado no pasaba de ser una grotesca caricatura.
En la Ciudad Eterna la noche estaba llegando a su fin, calma y silenciosa. El Sumo Pontífice, tras una jornada más en la que había conducido con valentía la Barca de Pedro, se retiraba a descansar algunas horas para retomar su puesto al rayar el alba.
Sin embargo, no todos reposaban en aquella madrugada de 1544.
La célebre Vía Apia, otrora recorrida en esas horas por los vigías del César o por cristianos que buscaban refugiarse en las catacumbas, presenciaba ahora los pasos de un humilde fiel llamado Felipe Neri, que entonces contaba con 29 años. Caminó algo más de 3 Km. hasta llegar al comienzo de la escalinata de la Catacumba de San Sebastián, su sitio predilecto de oración y recogimiento.
El “pentecostés” de San Felipe
La Santa Iglesia estaba atravesando las perturbaciones religiosas del siglo XVI. Se preparaban en Trento las sesiones del gran Concilio y el mundo cristiano vivía una encrucijada histórica, con un desenlace poco claro. Ante esta situación, Felipe elevaba desde el profundo interior de aquellas húmedas y oscuras galerías una plegaria que se confundía con el clamor de los mártires: “Envía, Señor, tu Espíritu y renueva la faz de la Tierra”.
Mientras estaba rezando, sintió henchirse su corazón “de una gran e inusitada alegría, una alegría hecha de amor divino, más fuerte y vehemente que cualquiera de las que hubiera experimentado antes”.1 Una bola de fuego —símbolo del Espíritu Santo— refulgía delante de él, entraba en su boca y se quedó en su corazón.
En un instante se vio asumido por un excepcional amor y entusiasmo por las cosas divinas, así como también por una capacidad fuera de lo común de comunicarlos. Su constitución física, que no pudo contener el ímpetu de esa acción sobrenatural, se modeló milagrosamente a ésta: su corazón aumentó de tamaño y se abrió paso entre la cuarta y quinta costillas, que se arquearon dócilmente para proporcionarle un espacio más grande.
Este episodio prodigioso ocurrido en la vigilia de Pentecostés pasaría a la Historia como “el Pentecostés de San Felipe Neri”. Y los frutos de tamaño portento no tardaron en llegar: “Así es como este hombre, admirable por la dulzura, la persuasión y el fuego de la caridad, empezó esa santa renovación social por la que regeneraría los pueblos de Italia; sublime obra de humildad, paciencia y dedicación que realizó antes de morir, y que su congregación continuó después tan gloriosamente”.2
Peculiar vocación
Para leer el artículo completo haz click aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario