¿Quién no se encanta al visitar o conocer las maravillosas riquezas de la Santa Iglesia? A algunos, tocará de manera toda especial la imponencia de sus construcciones, que reflejando el alma de los que las idealizaron, parecen invitar a quienes las contemplan a elevarse con sus torres, que a veces parecen tocar el cielo. Otros se entusiasmarán con los interiores de las catedrales, con sus paredes pintadas por los rayos de sol que, atravesando los vitrales, forman una armonía encantadora de luces y colores. Para otros todavía, estará impresa en el alma, el recuerdo de alguna gran y solemne celebración en una idea de conjunto formada por la belleza del templo, la solemnidad de la liturgia, el perfume del incienso y los acordes del órgano que les hicieron vivir algunos instantes que parecieron más celestiales que terrenales.
Alguien podría levantar el siguiente problema: "¿Es indiscutible que todo esto es muy bonito; sin embargo... ¿por qué tanta grandeza y de dónde viene toda esta majestad, toda esta gloria manifestada por la Iglesia?"
En su infinita sabiduría, Dios colocó en la creación ciertas cosas que parecerían muy contradictorias a primera vista, pero en realidad constituyen una perfecta armonía, cosas que se complementan. Por ejemplo, cuando Nuestro Señor nos invita a ser simples como las palomas, y entretanto, astutos como las serpientes (Cf. Mt 10, 16).
Así, Dios da a su Iglesia días de una gloria admirable. No obstante, esta gloria nace de otro lado muchas veces oculto a los ojos de muchos, que es el dolor.
Pensemos en los primeros siglos de fundación de la Iglesia, donde solo por el hecho de ser cristianos, millares de hombres, mujeres y niños suportaban terribles y atroces torturas que culminaban con la muerte, por amor al Santísimo nombre de Jesús y de su Santa Iglesia.
Pensemos en los sufrimientos de los Papas a lo largo de la historia que, recibiendo la misión de dirigir al rebaño de Cristo en medio de persecuciones, divisiones, y tantas formas de peligros por las cuales pasó la Iglesia, hicieron de su deber, un altar donde ellos mismos inmolaron sus propias vidas al servicio de Dios y del prójimo.
Pensemos en los religiosos y religiosas de todas las épocas, cada uno teniendo que enfrentar las más duras pruebas interiores características a este género de vida, y que sufriendo todo en el silencio de su recogimiento, sobre ellos se inclinaban los propios ángeles y atraían las bendiciones de Dios.
Y así, si recorriéramos toda la historia de la Santa Iglesia, desde su nacimiento hasta los días de hoy, nos encantaríamos con páginas de glorias inmortales vividas por ella, entretanto, cuántas páginas de dolor y sufrimiento... Querido lector, ¿esta no parece también un poco su historia? Es verdad que tenemos en nuestras vidas momentos de grandes alegrías, pero, cuántas aflicciones, dudas y dificultades. Delante de cada sufrimiento que nos deparamos a lo largo de nuestra vida, sepamos ver al final, la gloria que nos está reservada por Dios en el Cielo, si sabemos con serenidad, paciencia y confianza, llevar la cruz de todos los días.
Y al contemplar las grandezas y esplendores de la Santa Iglesia, aprendamos a mirar en el fondo la raíz de esta gloria que nació principalmente de la Sangre Preciosísima de Nuestro Señor Jesucristo, de las lágrimas de María Santísima, y también del dolor y el sufrimiento de un número incontable de almas generosas que supieron atender a la invitación de Nuestro Señor: "Quien quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga" (Mc 8, 34).
sábado, 22 de mayo de 2010
La gloria y el dolor
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