lunes, 23 de agosto de 2010

Los tesoros del Cielo

Francisco Abdalá era un próspero comerciante de telas del sur de España.

Era de una antigua estirpe musulmana convertida al cristianismo y se destacaba por ser un hombre piadoso y caritativo.

Como no tenía hijos había adoptado a sus tres sobrinitas huérfanas, de las que cuidaba con cariño y esmero.

Las niñas se adaptaron sin dificultades a su nuevo hogar. Recibían una educación primorosa, estudiaban en un buen colegio y sobre todo se las instruía en la fe. Tan pronto como les fue permitido hicieron la Primera Comunión.

Con el paso de los años la diferencia de carácter entre ellas se fue acentuando.

María, la mayor, afable y cariñosa, se preocupaba siempre por los demás; a Laura, la mediana, le gustaba arreglarse y llamar la atención; Catalina, la menor, mostraba una preocupante propensión al egoísmo.

Un día, Francisco llamó a las tres y les dijo con tono paternal y solemne:

Mis queridas, sabéis cuánto os amo y cómo os tengo por verdaderas hijas mías— Mis queridas, sabéis cuánto os amo y cómo os tengo por verdaderas hijas mías. He de salir a hacer un largo viaje y no sé cuando regresaré. Pero, gracias a Dios, ya estáis bien crecidas y sabréis dar buen rumbo a vuestras vidas, por si no nos volviéramos a ver. No dejéis nunca de frecuentar los sacramentos, tened compasión por los más necesitados, rezad siempre y confiad en la misericordia de la Virgen, que es nuestra Madre y nunca nos desampara.

A las muchachas se les caían las lágrimas y Francisco sentía que su voz estaba embargada de la emoción. Enseguida se recompuso y continuó:

— He trabajado mucho y os voy a dejar una considerable suma para que podáis vivir sin preocupación alguna durante mi ausencia. Allí, sobre aquella cómoda, tenéis tres bolsas con monedas de oro. Haced buen uso de ellas y ¡que la Virgen de la Esperanza Macarena nos ayude a todos!

Después de la salida de su tío, las tres jóvenes mantuvieron una larga conversación sobre cómo organizar sus vidas durante aquella ausencia.

Laura y Catalina decidieron mudarse y vivir cada una en su propia casa.

María intentaba disuadirlas:

— ¡No hagáis eso! Viviendo juntas, ¡podemos apoyarnos fácilmente unas en las otras…!

En vano, sus argumentos fueron inútiles: ambas permanecieron obstinadas en su mala decisión.

Laura en seguida se compró una mansión, contrató empleadas, mandó hacerse vistosos vestidos y pasaba el tiempo viajando, pues su única preocupación era gozar de la vida.

Catalina, avarienta y egoísta, se compró una casita, donde vivía tan sólo con un gatito y usaba ropas no muy limpias. Enterró en el huerto sus monedas, y a veces ocurría que se iba a dormir con hambre porque había comprado poco pan…, para gastar lo menos posible su precioso dinero.

María continuó viviendo en casa del anciano tío y empleaba sus monedas en beneficio de los niños huérfanos y de los más necesitados. Junto con el auxilio material les llevaba palabras de afecto y compartía con ellos algunos momentos de oración. Ayudaba mucho en la parroquia y era un modelo de piedad para las otras muchachas.

Pasaba el tiempo y el tío Francisco no daba señales de vida. Raramente las tres hermanas se encontraban.

Sólo María procuraba ir a visitar a las otras. Les daba buenos consejos, intentaba hacerles volver en razón. Sus palabras servían de poco, pero no se desanimaba. Pedía a la Virgen de la Esperanza que intercediese por ellas.

Laura no tardó mucho en gastarse todas sus monedas de oro... Empezó a vender las obras de arte con las que había adornado su mansión y cuando ya no tenía más, fue despidiendo a las empleadas una a una. Al final tuvo que vender la casa para pagar las deudas. Se quedó sola y sin recursos...

Arrepentida, buscó a María para pedirle ayuda. Ésta la recibió con los brazos abiertos. Movida por la bondad y por el ejemplo de su hermana, Laura quiso hacer una buena confesión, para reconciliarse con Dios por la vida disoluta que había llevado, y comenzó a trabajar a favor de los menos favorecidos.

Catalina cuando supo el cambio de vida de su hermana pensaba:

— ¡Lo que le ha pasado a Laura lo tiene bien merecido! Y María sigue por el mismo camino. De la manera que está ahora, gastando en “sus” huérfanos, pronto se quedará sin dinero y vendrá a pedírmelo a mí… Quizás sepa donde escondí mis monedas y… Creo que es mejor que vaya a esconderlo todo en un lugar más seguro.
Las monedas habían desaparecido y Catalina empezó a gritar: “Lo sabía, María me ha robado!”

De noche, cuando nadie la veía, cavaba deprisa un agujero en su huerto, al pie del naranjo, donde había enterrado las monedas de oro. Pero… ¡Qué sorpresa! ¡Habían desaparecido!

¡La bolsa estaba llena de guijarros! Y comenzó a gritar indignada:

— Lo sabía, María me ha robado ¡para dárselo a “sus” pobres!

En ese instante oyó una voz detrás de ella. Se volvió y… ¡No vio a nadie!

Pero reconoció claramente que era la voz de su tío Francisco que la censuraba con bondad y tristeza:

— Catalina, Catalina… ¿Por qué acusas a una inocente? La avaricia de tu corazón ha sido la que ha hecho que las monedas de oro se transformen en piedras. María no necesita tu dinero. Deja de murmurar contra tu hermana, olvídate del oro que enterraste y procura acumular para ti “tesoros en el cielo, donde no hay orín ni polilla que los consuma; ni tampoco ladrones que los desentierren y roben. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Mt 6, 20-21).

Asustada, la muchacha comenzó a llorar de arrepentimiento. Corrió hacia la casa de su hermana y le contó lo que le había pasado. María también lloraba, pero de alegría. Juntas fueron a la iglesia y Catalina se confesó. Desde entonces pasó a llevar una vida ejemplar.

Poco tiempo después, Laura encontró un buen marido, formó un hogar y educó a sus hijos en la religión y en el buen camino.

Catalina y María continuaron juntas. Emplearon su fortuna para aliviar a los pobres, es verdad, y prestaban buenos servicios al párroco, pero…, las palabras de su tío Francisco sonaban cada vez con más fuerza en sus corazones: “Procura acumular para ti tesoros en el Cielo” . De manera que un día entregaron todos sus bienes a una institución de caridad y entraron en el monasterio de la Inmaculada Concepción.

Allí, lejos de las preocupaciones terrenales, se dedicaron a socorrer con sus oraciones y sacrificios a los necesitados de ayuda espiritual. No pasó mucho tiempo y Jesús vino a invitarlas a tomar posesión de los tesoros que habían ido acumulando en el Cielo.

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