martes, 3 de agosto de 2010

Prodigioso olvido

Corrían duros tiempos para las primeras misiones evangelizadoras en América del Norte.

Muchos de los habitantes de aquellas tierras no conocían aún la Religión de Cristo, y los apóstoles eran insuficientes para llevar a todas esas almas la Fe verdadera: “La mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9, 37), dicen las Sagradas Escrituras. Aunque con el auxilio de la gracia, la Santa Iglesia iba estableciéndose poco a poco en esas inmensidades territoriales, como una gota de aceite que se esparce silenciosamente sobre una hoja de papel.


El piadoso presbítero fue invadido por una gran alegría: esa luz sólo podía ser fruto de un milagro


En la aldea de Santa María de los Ángeles, cuya población ya era católica, el P. Jorge ejercía su fecundo apostolado.

Se levantaba al alba, hacía una hora de adoración a Jesús Sacramentado y a continuación celebraba la Santa Misa. De esta manera sacaba fuerzas para la labor cotidiana. Se encargaba de la catequesis de niños y adultos, dirigía la escuela y el hospital, administraba los sacramentos, visitaba a los enfermos de toda la región.

Un día le llamaron para que atendiese a una persona que se encontraba en estado crítico y que vivía bastante lejos de la aldea. El sol ya se estaba ocultando y no tardaría en anochecer. Aún así, el párroco se arregló rápidamente, cogió los santos óleos para la Unción de los Enfermos y preparó todo lo necesario para llevar el Santo Viático.

Valerio, el sacristán, se ofreció para acompañarle, pues el viaje era largo y no exento de peligros. Pero el sacerdote pensó que sería mejor que se quedase para que cuidase de la iglesia.

El buen hombre ensilló el caballo y ayudó a montarse al P. Jorge, ya listo con el Santísimo Sacramento guardado en una pequeña teca que llevaba colgada del cuello, protegida con una primorosa bolsita.

Azotando a la cabalgadura para acelerar la marcha, el ministro de Dios recorrió varios kilómetros en poco tiempo, pero… Lo inesperado ocurrió: una fuerte tormenta se desató.

Las espesas nubes y el aguacero oscurecían los últimos rayos de sol que aún iluminaban aquel accidentado camino.

Entonces se vio obligado a resguardarse en una cercana posada, muy sencilla, pero limpia y ordenada.

Por casualidad también se encontraba allí, igualmente obligado por la lluvia, el recadero del enfermo que había sido enviado nuevamente para comunicar al sacerdote que aquél daba muestras de recuperación y que, por lo tanto, ya no era tan urgente que fuera a verlo.

Tranquilizado por la noticia y para no exponer al Santísimo Sacramento a los numerosos riesgos de un viaje con ese temporal, el P. Jorge tomó esa coincidencia como una señal de la Providencia y decidió pasar la noche allí mismo.

Ocupó una habitación en la segunda planta y dispuso de la mejor manera posible el modesto armario que había para que sirviera de sagrario.

Colocando dentro la Hostia sagrada, se puso de rodillas y rezó durante unos instantes. Después dejó bien cerrada la puerta y bajó al comedor, en donde ya estaba servida la cena.

Conversando con otros huéspedes fue informado que el propietario de la posada y su familia eran paganos.

Por prudencia evitó todo lo posible aquello que pudiera revelar que llevaba consigo a Nuestro Señor Sacramentado.

Una vez que terminó de comer, se recogió enseguida y se preparó para salir bien temprano.

Al rayar el alba ya estaba en el caballo para reiniciar su viaje. A mitad del camino se llevó instintivamente la mano al pecho para sentir la presencia del Señor y se dio cuenta de que…

¡La preciosa teca no estaba con él! Se encomendó a la Santísima Virgen, dio media vuelta, hincó las espuelas en el animal y regresó al galope.

Nada más cruzar el portal de la posada, saltó de su cabalgadura y fue sin demora en busca del hospedero:

— Señor, perdone, ¿alguien ha ocupado el cuarto donde pasé la noche?

Sorprendido, le respondió:

— No, señor cura. Y qué bien que usted haya vuelto, porque desde que se fue hemos hecho de todo por abrir la puerta de la habitación y no lo hemos conseguido. ¿Qué ha hecho usted para dejar atascada la cerradura que nadie puede abrir con la llave?

Impresionado, el sacerdote le dice:

— Nada…

— Ya, pero además de que no conseguimos abrir la puerta, se ve por la rendija que el cuarto tiene una iluminación poco común. ¿Se ha dejado usted alguna vela encendida?

El piadoso presbítero, que ya había pasado de la terrible aprehensión a la tranquilidad, fue invadido por una gran alegría: esa luz sólo podía ser fruto de un milagro. ¿Habrían venido los ángeles desde Cielo a hacer compañía a Jesús, para protegerle de cualquier sacrilegio o irreverencias?

— Vamos para allá. Voy a intentar abrir la puerta.

Y subió rápidamente las escaleras.

El dueño del hospedaje le siguió atrás y junto con él su esposa, hijos, criados y todos los que estaban allí, deseosos de desvelar el misterio.

Tan pronto como llegó, metió la llave, le dio la vuelta y... abrió la puerta con absoluta facilidad. Es de imaginarse la emoción que le produjo el ver que de aquel armario — ese sagrario improvisado— salía una luz celestial, mientras que a la vez se oían músicas angélicas dentro del cuarto.

Se puso de rodillas y adoró, conmovido hasta el extremo, al Rey de reyes que se quiso manifestar de Esta forma para atraer a más almas hacia su Sacratísimo Corazón Eucarístico.

A continuación les explicó a todos lo que estaba pasando. Atónitos y maravillados al mismo tiempo, uno a uno se fue arrodillando... Ahora ya ninguno de ellos dudaba de la presencia real de Jesús en la Eucaristía.

El hospedero le pidió al sacerdote que quería recibir el Bautismo junto con su familia.

El P. Jorge no podía abandonar a esas almas que el Señor mismo había conquistado por medio de tan prodigioso acontecimiento. Se quedó algunos días en la posada enseñándoles las bellezas y verdades de la Fe católica.

Durante ese tiempo la Sagrada Eucaristía permaneció en ese precario sagrario, recibiendo la adoración del propietario del albergue, su familia y varios habitantes de los alrededores.

Muchos de ellos también se convirtieron, de manera que el sacerdote tuvo la alegría de bautizar a una pequeña multitud de nuevos hijos de la Santa Iglesia.

Finalmente fue a casa del enfermo que una semana antes había solicitado su asistencia y lo encontró recuperado.

El Señor quiso, Él mismo, obrar prodigios a favor de su mies.

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