jueves, 26 de agosto de 2010

El pobre riquísimo

Cuando el viejo rico Naabot leyó la carta que le había llegado aquella tarde, dio un largo suspiro...

—¡Ah, la familia!

Quien escribía era un primo suyo, avisándole de su próxima visita. Zabulón, hijo de Dibón... Su memoria le inspiraba al mismo tiempo pena y cierta aversión. Los dos, de familias acomodadas en Israel, habían sido muy cercanos de jóvenes. Pasados los años, Naabot, emprendedor e incansable comerciante, se convirtió en uno de los hombres más ricos de Jerusalén. Zabulón, por el contrario, vio sus negocios rodar en una trágica serie de desgracias, y por lo que se sabía, estaba ahora al borde de la ruina más completa.


Sin embargo, después de años de separación, sentía curiosidad por verle de nuevo, por lo que marcó una reunión en su casa de campo, a poco más de seis millas al sur de Jerusalén.

El sol se puso detrás de las colinas arenosas, en aquella tarde de diciembre, cuando se reunieron los primos.

El contraste entre los dos era casi chocante. Naabot era la figura encarnada de la buena fortuna. Alegre, gordo y exhalando delicados perfumes, vestía una túnica de seda persa, y vistosos anillos brillaban en casi todos sus dedos. Por el contrario, el encanecido Zabulón personificaba el fracaso y la pobreza. Su rostro estaba marcado por una continua y silenciosa resignación. Su cuerpo escuálido estaba cubierto por una túnica tan gastada, que no podía adivinarse el color original. Quien lo viese, no podría creer que un día fuera hombre con muchas posesiones. Compadecido, Naabot le invitó a cenar, invitación humildemente aceptada por el otro.

Durante la cena, que el pobre comprensiblemente devoraba con avidez, hablaron sobre el pasado, recordando la infancia y la juventud de ambos. En un cierto punto, Naabot declaró al primo su modo de ver las cosas:

— Mira, Zabulón, yo respeto profundamente al Dios de Abraham, pero dejemos al Todopoderoso en su templo, que es bastante grande.

Aquí, sobre todo en el comercio, debemos utilizar toda la astucia y todos los medios que están a nuestro alcance, para obtener el éxito y la riqueza.

Y decía eso crispando las manos, como agarrando un puñado de imaginarias monedas delante de él.

El pobre primo, hombre piadoso, no estuvo de acuerdo con ese punto de vista materialista de Naabot, y también discutieron al respecto un buen tiempo durante la noche. Aunque se respetaban, entre los dos había una profunda divergencia en la forma de ver la vida.

Por último, viendo que no llegarían a ninguna conclusión, Naabot interrumpió la conversación y dijo:

— Bueno, vamos a ser sinceros. No habrá sido para discutir filosofía, ni para recordar el pasado, para lo que mi buen primo decidió visitarme.

Así que dime, Zabulón, ¿hay algo en que te pueda ayudar?

— Sí, dijo el infeliz, curvando la cabeza. Necesito tu ayuda. Pero no vengo a pedir dinero, sólo a proponerte un trato.

— ¿Qué negocio? — Preguntó curioso el comerciante.

— Como debes saber, he perdido todo lo que tenía. Todo, salvo un pequeño pedazo de tierra, resto de una granja que en otros tiempos era grande, no muy lejos de aquí. ¿Crees que puedes comprarme este terreno?

Naabot dio una carcajada.

— ¿Si puedo comprarlo? Mi querido Zabulón, me atrevo a decir sin exagerar ni con arrogancia, que tengo dinero para comprar cualquier cosa en Jerusalén, excepto el Templo y el palacio del gobernador, porque evidentemente no están a la venta.

Escucha: si por casualidad el sitio valiese más de lo que estoy pensando en ofrecerte, te entrego todos mis anillos. Y balanceaba ligeramente la mano, haciendo brillar los diamantes y zafiros. ¿Me dices que no está lejos? Entonces cojamos dos caballos y unos hombres, y vamos a ver esa tierra.

Así, esta noche te pago para que no digan los fariseos que no ayudé a un familiar necesitado.


Y así fue. Era una noche maravillosamente estrellada, hermosa y clara. Y como Zabulón había dicho, el lugar estaba cerca. Pero al llegar allí, vieron a una cierta distancia, al lado de una colina, algunas siluetas de hombres, camellos y caballos.

— Oh, una caravana. Tu terreno está ocupado por los beduinos, Zabulón.

Me va a costar dinero echarlos de allí. Vamos a ver más de cerca cuántos son.

Sin embargo, al acercarse más, Naabot observó preciosos adornos en los camellos, y sorprendido murmuró:

— Por Elías, no son beduinos, son hombres ricos, tal vez hasta sean nobles ¿Qué hacen aquí? Llenos de curiosidad, los dos judíos y sus guardias se acercaron cada vez más sin prestar atención a los integrantes de la caravana, ni éstos en ellos.

A las tantas, aparecieron los tres jefes de ese grupo desconocido. Los israelitas estaban atónitos. No eran simplemente nobles, por las coronas que portaban, ¡eran reyes! Tan ricos y suntuosos, que Naabot sintió como su presunta fortuna se reducía hasta el punto de parecer insignificante.

No lo habían percibido, pero a los pies de la elevación había una pequeña y pobre gruta, hacia donde los enigmáticos reyes se dirigieron. Mirando al cielo, Zabulón se dio cuenta que la noche era clara, no tanto por las estrellas en si, sino por una en particular, que superaba a todas en brillo. Ésta parecía asentarse suavemente en la colina.

En el interior de la gruta se encontraban, entre un buey y una mula, un hombre con su joven esposa, que tenía en sus brazos a un bebé recién nacido que sonreía. Era algo fantástico, porque de este Niño parecía irradiar una luz misteriosa, mas tenue, que envolvía la gruta y a todos los presentes.

Entonces los reyes, uno por uno, se inclinaron en adoración delante del Niño, tocaron el suelo con su frente, y le ofrecieron magníficos regalos. Más tarde, comenzaron a llegar pastores de la región, y todos de rodillas, se quedaron en respetuoso y admirado silencio ante el extraordinario Niño.

Tras permanecer un largo tiempo en aquella serena y hermosa atmósfera, Naabot y su grupo se dieron cuenta que era momento de partir.

Haciendo una última reverencia, salieron sin hacer ruido y caminaron en silencio. Naabot rompió el silencio, y despojándose uno por uno de sus preciosos anillos, se los entregó a su primo mientras decía:

— Cumplo lo que dije. Toma, Zabulón. Eres el pobre más rico que existe. Estos anillos son sólo una migaja. Tu terreno con su gruta no tienen precio. No hay oro en todo el Imperio Romano que pueda pagar lo que vale.

Uno de los guardias, osando dirigirle la palabra, preguntó a su amo:

— Mi señor Naabot, ¿nos ha llegado un nuevo profeta?

Los dos primos se miraron y Zabulón respondió:

— No, hijo mío. Ante nosotros se cumplieron siglos y siglos de profecías ... Esta noche, el Mesías nació en Israel.

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