lunes, 2 de agosto de 2010

Cuentos para niños

El pozo del milagro

Publicado 2010/08/01
Autor : Hna. Ana Ximena del Rosario Fernández Granados, EP


Consuelo tiró distraídamente de la cuerda para sacar agua, pero el cubo volvió al fondo, haciéndole perder el equilibrio...

Cerca de una pintoresca aldea situada en una región montañosa y algo árida, un pozo abastecía con hartura a sus habitantes. De sus aguas se servían para beber, cocinar y lavar la ropa, como lo solían hacer las mujeres en la explanada donde había sido cavado.

En esta tranquila aldea todos se conocían, eran muy amigos y participaban animadamente en las grandes fiestas preparadas por el señor Antonio, el corpulento dueño de la confitería; y nadie faltaba a las incontables conmemoraciones religiosas promovidas por el párroco, a las que aquella buena gente asistía con espíritu de oración y recogimiento.

Cualquier pretexto era motivo de encuentro y convivencia, incluso en torno del pozo, donde los vecinos entablaban animadas conversaciones o susurraban confidencias, aprovechando el tiempo que se empleaba en sacar el agua necesaria. Así, formaban como que una auténtica gran familia.

Consuelo era una campesina que iba allí con frecuencia a buscar agua.

Su modesta casita estaba siempre bien arreglada, y hacía lo posible por cultivar delicadas flores para agradar a su marido, Norberto, un pequeño agricultor que se pasaba el día en el duro trabajo del campo.

Ambos tenían mucha devoción a la Virgen de la Merced, patrona de aquella localidad, y nunca dejaron de honrarla el día de su fiesta.

Casi todas las mañanas Consuelo iba al pozo, para aprovechar bien el sol y poder llevarse de vuelta a casa, ya secas, las ropitas de sus pimpollos: Esteban, de once años, que cuidaba de sus hermanos menores con mucha responsabilidad; Catalina, de nueve, de vivaz inteligencia, discreta; y Benjamín, con sólo cinco, por cierto, muy travieso. Mientras estaba trabajando, la diligente madre cantaba himnos a María Santísima o rezaba el Rosario con sus amigas.

Finalmente, con celo del todo maternal, recogía y doblaba cuidadosamente la ropa ya seca, llenaba una gran tina de agua para el abastecimiento de su casa y regresaba al hogar, no sin antes despedirse alegremente de sus compañeras.  Consuelo procuró instintivamente apoyarse en  el parapeto que ya no estaba más allí…  ¡y cayó a veinte metros de profundidad!

El tiempo iba pasando y el parapeto del pozo se deterioraba poco a poco, hasta que un día las inclemencias meteorológicas terminaron por destruirlo completamente. Desde entonces ya no se podía sacar agua sin correr el riesgo de caerse dentro: había que ir tirando de la cuerda del cubo con habilidad, sin dejarse arrastrar por ella.

Una mañana, Consuelo se levantó muy temprano y llegó al pozo mucho antes que sus amigas. Mientras contemplaba en el cielo los bellos colores del amanecer, tiró distraídamente de la cuerda, pero el cubo volvió al fondo, haciéndole perder el equilibrio. Instintivamente procuró apoyarse en el parapeto que ya no estaba más allí… ¡y cayó a veinte metros de profundidad!

• ¡Virgen de la Merced, ayúdame!

No había concluido siquiera su invocación a Nuestra Señora cuando sintió debajo de sus pies un apoyo suave. Al mirar hacia abajo percibió que se trataba de algo semejante a una pequeña nube luminosa que iba descendiendo lentamente, deteniéndose antes de tocar el agua.

— ¡Socorredme! ¡Valedme, Virgen María!, suplicó de nuevo.

Mientras continuaba sustentada por la graciosa nubecilla, una voz llena de ternura y compasión le respondió:

— Hija mía, no tengas miedo. Nunca he abandonado a ninguno de los que han implorado mi auxilio.

Al oír esa voz tranquilizadora, la buena campesina se dio cuenta de quien se trataba y estaba de tal manera encantada que se olvidó del apuro en el cual se encontraba…

Al cabo de media hora llegaron sus amigas y vieron el jabón y la ropa colocada en la tina, pero su compañera no estaba allí, percibiendo de inmediato lo que había pasado. Corrieron hacia la boca del pozo y le echaron una cuerda. Consuelo se agarró a ella y, como si estuviese siendo ayudada por una fuerza misteriosa, emprendió la escalada hasta la superficie apoyándose en las paredes de piedra.

¡Estaba sana y salva!

Sus amigas la abrazaron y, pasado el susto, le preguntaron qué había ocurrido. Les contó el hecho con detalles, dejando patente que se trataba de un milagro muy grande de la Virgen de la Merced, sin cuyo socorro ciertamente habría muerto ahogada.

Juntas se arrodillaron allí mismo para rezar una oración en acción de gracias a Nuestra Señora, quien bajo ninguna circunstancia abandona a los que recurren a Ella.

En seguida fueron a contarle al párroco lo sucedido y a la iglesia a visitar a la santa Patrona. El buen sacerdote conmovido por el hecho erigió en aquel lugar una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Merced, no sin antes providenciar la construcción de un nuevo y resistente parapeto, para evitar nuevos accidentes…

En la inauguración de la ermita, el cura organizó una hermosa procesión —que hizo un largo recorrido, desde la iglesia hasta la explanada del pozo—, y allí fue entronizada la encantadora imagen de María Santísima, que pasó a ser venerada por los habitantes del pueblo como la “Virgen del Milagro”.

Y para remarcar aún más ese gran acontecimiento, pusieron una placa alusiva al prodigio, dándole a aquel lugar el nombre de “Pozo del Milagro”.

La noticia se propagó por los alrededores de la aldea. Así, la fe y la confianza en la Reina de los Cielos crecieron aún más entre los vecinos de la región, pues nuevamente quedó comprobada la verdad de las inspiradas palabras de San Bernardo, dirigidas a la Madre de Dios: “Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado”.

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