En aquellas tierras no había nadie que no conociera a la señora Luisa. Era la esposa del gran capitán del ejército del rey —el célebre caballero don Fernando de Linares— y era tenida por una dama muy caritativa y de una gran bondad para con todos los del pueblo. Su residencia era frecuentada por muchos necesitados, a quienes atendía con afectuosa solicitud.
Sin embargo, su corazón cargaba con una enorme tristeza: a pesar de lo maternal que era para con todos, no tenía hijos…
Tras muchos años de súplicas a la Virgen de Nazaret, a la que le dedicó la capilla de su señorial mansión, recibió la gracia de dar a luz a un heredero, a quien le puso el nombre de David. El niño era encantador. Fue bautizado poco después de haber nacido y día tras día daba muestras de ser realmente un hijo bendecido; crecía saludable e inteligente.
Una tarde, tras haber estado varios meses fuera en una importante misión, llegaba de vuelta a casa don Fernando de Linares. Orgullosos de su noble y famoso compatriota, la población entera salió a recibirlo en el Camino Real.
Doña Luisa también quería ir a encontrarse con su marido, a quien tanto tiempo hacía que no veía. Mientras, el pequeño David dormía tranquilamente en su cuna; ya estaba crecidito y lo podía dejar al cuidado de su nodriza.
A los gritos de “¡Viva!” y de bienvenida, entraba en el poblado el gran Fernando de Linares montado en su hermoso caballo blanco. Doña Luisa cabalgaba a su lado, contenta de tener un marido tan buen servidor del rey. Todos querían saludarle, le preguntaban por el monarca y por la corte, cantaban en honra del valiente militar, le aplaudían y había alegría.
Al llegar el capitán a su mansión, en donde esperaba tener un merecido descanso y disfrutar de la compañía de su esposa y de su hijito —que aún era un bebé cuando salió de misión—, se encontró con un revuelo y mucho alboroto. Los criados corrían de un lado para otro, algunos gritaban y no sabían qué hacer.
La niñera de David se había dormido con una vela encendida y ésta había provocado un incendio en la habitación del pequeño y ardía en llamas.
Nadie se atrevía a entrar, pues el fuego se había propagado por todas partes.
Don Fernando subió al dormitorio sin pensárselo dos veces con la esperanza de encontrar aún con vida a su heredero, aunque doña Luisa no se atrevió a hacerlo… Se dirigió a la capilla para pedir el auxilio de la Virgen de Nazaret:
— ¡Oh Señora, Tú que me has dado un hijo cuando te lo pedí, protégelo! ¡Es tuyo! Os prometo mantener siempre encendido un cirio en tu honor en esta capilla, mientras yo viva… Protege también a Fernando para que pueda salvarlo.
Cuando el valiente capitán, pasando entre las llamaradas, consiguió acercarse a la cunita, se encontró que el niño dormía plácidamente. Un discreto aroma de rosas rodeaba su camita, protegiéndolo del humo y del fuerte olor a quemado. Lo cogió y salió rápidamente del lugar sin que las llamas les hicieran el menor daño.
Al salir de la capilla, Luisa halló a David en los brazos de su padre, ¡los dos sanos y salvos! Los empleados consiguieron apagar el fuego y la alegría volvió a aquella casa, gracias a la intervención de María Santísima.
A partir de entonces un cirio ardía permanentemente en la capilla de la mansión. La festividad de Nuestra Señora de Nazaret era conmemorada con una solemne Misa y una bonita procesión recorría las calles del pueblo, en la que participaban todos sus habitantes; David iba delante, vestidito de pequeño capitán y llevando el cirio de la promesa, en honor de Aquella que no sólo había sido el origen de su nacimiento, sino también la que le había salvado la vida.
No obstante, don Fernando iba creciendo año tras año en fama por los grandes servicios que prestaba al rey. Y doña Luisa empezó a acompañarle a las grandes fiestas de la corte. Tenía cada vez menos tiempo para rezar y se fue olvidando paulatinamente de la piadosa promesa que había hecho… La capilla, antes tan frecuentada por ella, se quedaba muchas veces vacía y a oscuras.
El pequeño David, ya en la adolescencia, estaba siendo preparado para ser el heredero de su padre en el ejército del rey.
De pronto, todo empezó a ir mal en la vida de doña Luisa. El señor de Linares había muerto en una batalla y al quedar viuda ya no era invitada a ninguna fiesta. Perdió dos años seguidos la cosecha de sus tierras, debido a una gran plaga. Tuvo que despedir a varios empleados y hacer ahorros. La angustia dominaba su corazón. Había perdido la costumbre de rezar y no encontraba consuelo para sus tristezas.
Su hijo era su única alegría. Pero el joven, que estaba en el frente, pilló una fiebre muy alta y fue enviado a su casa. A pesar de los desvelos de la maternal mujer, el muchacho sólo empeoraba. Los médicos ya no tenían nada que hacer por él y lo desahuciaron.
Entonces, doña Luisa recordó su promesa no cumplida… ¡Qué ingrata con tan buena Madre, que le había dado un heredero y le salvó la vida!
Encendió de nuevo el hermoso cirio de la capilla y se puso de rodillas ante la Virgen de Nazaret. Le pidió perdón por su falta y, una vez más, le suplicó que sanase a su hijo. El joven empezó a mejorar día a día hasta que se recuperó totalmente, con gran asombro para los médicos. Se convirtió en digno sucesor de su padre, como valiente y leal capitán del rey, siempre piadoso y devoto de María.
La noble mujer retomó su vida de oración y comprendió lo importante que es cumplir las promesas que hacemos, pues en muchas ocasiones sólo nos acordamos de nuestros intercesores celestiales en los momentos de necesidad y los dejamos en el olvido cuando las dificultades pasan…
Doña Luisa pudo comprobar cómo la Virgen Santísima nunca abandona a los que la abandonan. Al contrario, está siempre dispuesta a recibirnos y ayudarnos. Y nos atrae de nuevo hacia sí, cada vez que le abrimos nuestro corazón.
domingo, 29 de agosto de 2010
Una promesa no cumplida...
Etiquetas: heraldos del evangelio, uruguay
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