Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia
La familia arquidiocesana celebró en Catedral, el pasado miércoles 29, la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
En la Eucaristía celebrada en Catedral a las 19:30 hs, el Obispo Auxiliar de Montevideo, Mons. Milton Tróccoli, transmitió el saludo y el cariño que desde Roma envió el Arzobispo, Mons. Nicolás Cotugno, quien dicha mañana había estado orando frente la tumba de Pedro.
En su homilía, Mons. Tróccoli hizo una recorrida sobre la vida de Pedro y Pablo, “dos testigos luminosos que nos llenan de esperanza” y que “animan a toda nuestra Iglesia, para que no deje de anunciar y de sembrar el Evangelio de Jesucristo. Para que no nos desanimemos ante las dificultades, para que no perdamos la alegría de la fe”.
Estos hombres, durante su vida terrena, plantaron la Iglesia con su sangre, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios. Así dice la antífona de comienzo de esta eucaristía. Celebración profundamente eclesial. Pedro y Pablo, apóstoles de Jesucristo, columnas de la Iglesia. Se unen en esta celebración tres motivos de fiesta: la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, el día del Papa (sucesor de Pedro), y el sesenta aniversario de la ordenación sacerdotal de nuestro Papa Benedicto XVI.
Si miramos al Apóstol Pedro en el Evangelio es de alguna forma el reflejo de todos los que conocemos a Jesús, que lo seguimos, que lo negamos. Nos demuestra que el sentido de la vida humana se encuentra al lado de nosotros mismos: en Jesús, que dio pleno sentido a su vida y profesión de pescador.
Simón Pedro es un hombre de fuego, cuya llama es fulgurante, pero fugaz y pasajera. Corazón inmenso donde todo es grande: su amor, sus arrebatos y sus torpezas, siendo que sus profundas limitaciones contrastan siempre con lo elevado de sus ideales. A veces parece un niño impaciente y caprichoso, siempre es el amigo fiel e incondicional, y no faltan las ocasiones en que manifiesta su instinto paterno con Jesús, a quien quiere corregir y hasta reprender. Su vida se manifiesta verdaderamente como es: esperanzas y conflictos, luchas, lágrimas y risas.
La vida de Pedro siempre es curiosa y contrastante. Y lo asombroso y lo que es lo más importante de Pedro no es Pedro, sino Cristo. Este Jesús que marcó y transformó su vida. Jesús que aceptó y amó a Pedro, para que Pedro se aceptase a sí mismo y fuese capaz de amar. Impetuosidad, generosidad e imprudencia podemos decir que son como los tres hilos de su existencia; estos, puestos en las hábiles manos del Artesano de Nazareth, tejerán la vida más armoniosa donde los contrastes nunca chocan, al contrario, se complementan. Solo se comprende perfectamente a Simón Pedro al lado de Jesús y en relación con los otros discípulos. El pescador nunca está solo. El pastor siempre convive con las ovejas. Pedro está siempre unido a Jesús, y, a través de él, con todo lo que Jesús ama. Primero Pedro fue discípulo del Maestro, y así se convirtió en tipo de todos los seguidores de Jesús. En el encontramos sintetizadas las actitudes de cada uno de los creyentes y lectores del Evangelio.
Después llega a ser Pastor del rebaño de Jesús. Habiendo sido formado en la escuela de la comunidad apostólica, llega a ser Maestro de la Iglesia, participando de la autoridad de Jesús. Su misión es dar la vida, y como buen pastor, da la suya. Pedro ama las ovejas porque ama a Jesús, pastor del rebaño. Luego de Pentecostés lo vemos como el testigo fiel y valiente, que confirma a sus hermanos en la fe, y abre para los paganos las puertas del bautismo.
En el Evangelio de hoy hemos escuchado estas palabras de Jesús a Pedro: “sobre esta roca edificaré mi Iglesia y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. De este modo queda constituido Pedro, (y sus sucesores), como principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión de la Iglesia. (cfr. LG 18) Roca firme, pastor fiel que sostiene, alimenta y anima. Los Hechos de los apóstoles nos dicen que mientras Pedro estaba en la cárcel toda la Iglesia oraba por él. En este afecto y comunión eclesial hoy nos queremos unir al Sucesor de Pedro, al Papa Benedicto XVI, orando por él, y pidiéndole que siga confirmándonos en la fe y presidiéndonos en la caridad. San Pablo, el perseguidor, el violento, que en el encuentro con el Resucitado vio su vida transformada. Evangelizador incansable, su corazón de apóstol fue templado por las pruebas y tribulaciones que él mismo relata. Cinco veces azotado con el castigo de los cuarenta menos uno (cuarenta era la pena de muerte), tres veces azotado con varas, apedreado, tres naufragios, pasando un día y una noche en el mar. Sin embargo es el que puede decir:”sé de quién me he fiado, reboso de alegría en medio de mis tribulaciones, nada podrá separarme del amor de Cristo, para mí el vivir es Cristo y la muerte una ganancia, quién de ustedes cae sin que yo no sufra,” y finalmente, como escuchamos en la lectura de hoy: “he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conserve la fe”. Ambos nos alientan hoy en el caminar de nuestra Iglesia, para confiar nuestra vida al Señor, para decirle con Pedro “tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”; para anunciar con la audacia y creatividad de Pablo la Buena Noticia del Evangelio, de la que hemos sido constituidos mensajeros. Los tiempos y la sociedad de Pedro y Pablo no eran más propicios para el anuncio del Evangelio que nuestra realidad de hoy. Estos Santos Apóstoles hoy nos animan, y animan a toda nuestra Iglesia, para que no deje de anunciar y de sembrar el Evangelio de Jesucristo. Para que no nos desanimemos ante las dificultades, para que no perdamos la alegría de la fe.
Necesitamos las llaves de Pedro para abrir las puertas de nuestra cultura a la luz de la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Necesitamos la audacia de Pablo para proponer en nuestra sociedad caminos evangélicos de reconciliación y de fraternidad, que superen el espiral de la violencia, y hagan posible la convivencia solidaria y constructiva. Frente a las dificultades de la vida, y de nuestras comunidades, estos dos testigos luminosos nos llenan de esperanza.
Dios no defrauda, sus caminos son insospechados, seamos capaces de tener ojos para lo que Dios está haciendo hoy entre nosotros. Por otro lado, como decía al comienzo: Nos unimos a la Acción de Gracias por los sesenta años de sacerdocio de nuestro Papa Benedicto XVI.
Cuentan que, cuando en la Alemania del Tercer Reich el adolescente Joseph Ratzinger dijo que quería ser sacerdote, los oficiales del partido Nazi le dijeron que los sacerdotes serían innecesarios en la nueva sociedad que se estaba construyendo. Pero él superando esta negativa, y quizás algunas ironías de sus compañeros, perseveró en lo que reconocía un llamado de Dios: “sí, más que nunca ahora, quiero ser sacerdote”. Gracias Santo Padre por su perseverancia, que anima también la nuestra, gracias por su amor a la verdad que nos enseña a ser auténticos, gracias por enseñarnos a gustar y a escrutar la Palabra de Dios, fuente de verdadera humanización. Él ha pedido que nos unamos en oración por dos intenciones: el aumento de las vocaciones y la santificación de los sacerdotes. Es un llamado que nos toca de un modo especial. Si algo tienen que pedirnos a los sacerdotes, queridos hermanos ,es la santidad.
-Santidad en nuestros pensamientos, para no pensar en nosotros mismos sino en nuestros hermanos, a quienes estamos llamados a servir.
-Santidad en nuestras palabras, para que edifiquen y no dividan al Pueblo de Dios. Santidad en nuestros proyectos, para no creernos dueños de la obra de Dios.
-Santidad en nuestras acciones, para que hagan presente el Reino de Justicia, de Verdad, y de Amor.
-Santidad en nuestra forma de amar, para que refleje el amor puro, desinteresado e incondicional de Dios.
-Santidad en nuestra entrega cotidiana, dando la vida por los hermanos.
El mismo Papa Benedicto XVI en la celebración eucarística de esta mañana en Roma decía sobre el ministerio sacerdotal: “Este doble amor (amor a Dios y al prójimo), sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo ya su Iglesia, requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios, tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76,1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente íntimamente cada día”.Y hablando de su propia experiencia sacerdotal decía: “Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio.
Volviendo la mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo”. (homilía de SS B. XVI, 29, junio, 2011).Culmino dirigiéndome a los Santos Apóstoles que hoy celebramos: Santos Pedro y Pablo bendigan nuestra Iglesia, que recorramos el camino de la verdad y del amor. Que busquemos siempre la unidad en la caridad. Dénnos a beber su fe y enciéndannos en su fuego. Amén.
viernes, 9 de julio de 2010
Mons. Tróccoli presidió Misa en la Catedral en la Fiesta de San Pedro y San Pablo
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