miércoles, 14 de julio de 2010

La piedra en el camino

Publicado 2011/07/11
Autor : Hna. Michelle Viccola, EP

Tan pronto como amaneció, las instrucciones del rey comenzaron a ser ejecutadas: los soldados cercaron la carretera mientras algunos obreros ejecutaban un misterioso servicio.

Desde que el rey había subido al trono todo iba bien en aquel reino distante, otrora asolado por continuas guerras.

El soberano era a la vez fuerte y bondadoso. Dominaba como nadie el arte militar y poseía tropas bien entrenadas, pero prefería alcanzar la paz mediante amistosos tratados.

Por eso, buscando la gloria de Dios y el bien de su pueblo, había firmado acuerdos de cooperación con la mayor parte de los estados limítrofes.

Las aldeas del reino estaban en pleno desarrollo y los negocios con los países vecinos eran bastante prósperos. El clima ameno favorecía la siembra de los vegetales más diversos, e incluso parecía que la naturaleza estaba ayudando a hacer de aquella región un paraíso.

Sus habitantes eran laboriosos, solidarios y piadosos. Las iglesias estaban siempre llenas y los Sacramentos eran muy frecuentados. Entre todos reinaba un espíritu de fraternidad cristiana que recordaba aquel mandamiento nuevo de Jesús: “Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34).

Sin embargo, el tiempo pasaba y el temperamento de los habitantes del reino iba cambiando… Al acostumbrarse a vivir en la prosperidad, habían perdido el espíritu de sacrificio y de lucha. Ya no querían oír hablar de vencer las dificultades, por pequeñas que fuesen, y el menor problema despertaba entre ellos muchas quejas.

El monarca estaba preocupado con eso. La paz y la tranquilidad, que tanto esfuerzo le había costado, dieron ocasión a la mediocridad de espíritu de la población. A la vez, las riñas entre sus súbditos aumentaban.

El espíritu comodista los volvió irritables y egoístas.

Decidió exponer sus inquietudes al obispo y ambos conversaron largamente. El prelado también sufría con la decadencia moral del pueblo, sobre todo al ver que los Sacramentos eran cada vez menos frecuentados.


Ahora bien, ¿qué hacer?

¿Cómo ayudar a la gente a que percibiera la decadencia en la que había caído? ¿Cómo apartarlos del egoísmo y compenetrarlos de la necesidad del sacrificio y de la lucha en esta vida?

Tras pensar mucho sobre ello e intercambiar ideas, ambos tramaron un plan…

Aquella misma noche, el soberano llamó a su presencia a un pelotón escogido de soldados y un grupo de servidores de su mayor confianza para exponerles su propósito, exigiéndoles el más riguroso secreto.

Tan pronto como amaneció, las instrucciones del monarca comenzaron a ser ejecutadas. Los soldados se dirigieron a la principal vía de acceso al reino y la cercaron. Nadie podía aproximarse al lugar donde algunos obreros ejecutaban un misterioso servicio. Los habitantes de la región, curiosos, trataban de adivinar desde lejos en qué consistía, pero no conseguían ver nada.

Por fin, el camino quedó libre… Bueno, no exactamente: en medio de la calzada había ahora una enorme piedra.

Por allí pasaron mercaderes y hombres ricos del reino. Aun cuando con cierta dificultad, lograban contornear la roca, aparentando indiferencia. Algunos, más exaltados, bufaban contra el rey, quejándose por el estado en que se encontraba la carretera, pero tampoco hacían nada por eliminar aquel obstáculo.

En poco tiempo la noticia recorrió todo el reino. No había nadie que no reclamase contra esa voluminosa piedra que tanto estorbaba el paso de los carruajes en una de las vías más importantes del país; sin embargo, nadie tomaba la más mínima iniciativa para resolver el problema.


Un bonito día, llegó hasta la piedra el Sr. Fabiano. Era un pequeño agricultor, de ojos vivos y cuerpo espigado, que todas las semanas utilizaba la misma carretera para llevar al mercado las frutas y verduras de su huerta.

Cuando se encontró con tal obstáculo en medio del camino, bajó de su carreta y, junto con sus hijos, se dispuso a retirarla. Aunque empujaban con fuerza, la piedra no se movía…

Se valieron de palos para usarlos como palanca, pero fue en vano.

Cansados por el esfuerzo, no obstante sin desanimarse, pararon un poco para coger aliento.

El Sr. Fabiano estaba indignado. ¿Cómo era posible que una simple piedra se les resistiera de esa manera? ¿No habían retirado ya miles de piedras de su huerta, e incluso mayores, para que fuera más fértil? ¿No construyeron una represa desde el río vecino para mejorar el riego de las hortalizas? Y además, el obstáculo no sólo les estorbaba a ellos, sino a todos los que pasaban por allí…

Algo más recuperados, el Sr. Fabiano y sus hijos retomaron la tarea. Juntos rezaron un Avemaría, como siempre hacían antes de iniciar el trabajo en el campo, y unidos en un solo esfuerzo consiguieron por fin mover la enorme roca.

Alegres y satisfechos se disponían a subir de nuevo en la carreta cuando vislumbraron en medio de la polvareda algo singular. Era una bolsa de cuero fino repleta de monedas de oro, con un pergamino en el que estaba escrito: “Esta es la recompensa para los valientes que quitaron la incómoda piedra del camino. La vida está llena de obstáculos y tenemos que estar siempre en lucha para vencerlos”.

Estaba firmado por el propio rey. El hecho rápidamente se hizo conocido y el pueblo aprendió la lección: se habían vuelto blandos y acomodados. El mínimo esfuerzo les causaba aflicción. Ante cualquier dificultad preferían reclamar en lugar de intentar resolverla.

Al domingo siguiente, las filas de los confesionarios se llenaron y las Misas en todas las iglesias estaban repletas.

Y el obispo, en la principal celebración en la catedral, aprovechó la ocasión para decir en el sermón:

— Los obstáculos que encontramos en nuestra vida son una excelente oportunidad para que comprendamos que la existencia del hombre en esta Tierra es una lucha.

Seamos solidarios los unos con los otros y ayudémonos en las dificultades.

Pero, sobre todo, acordémonos siempre de pedir el auxilio de María Santísima antes de enfrentar cualquier problema, por muy pequeño que sea.

Con la ayuda de la gracia divina, el plan del rey y del obispo llegó a buen puerto: aquella piedra había sido instrumento para que el pueblo cayese en sí y volviese a ser valiente, dispuesto a hacer cualquier esfuerzo para el bien del reino y mayor gloria de Dios.

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