miércoles, 20 de octubre de 2010

La gloria y el dolor

¿Quién no se encanta al visitar o conocer las maravillosas riquezas de la Santa Iglesia? A algunos, tocará de manera toda especial la imponencia de sus construcciones, que reflejando el alma de los que las idealizaron, parecen invitar a quienes las contemplan a elevarse con sus torres, que a veces parecen tocar el cielo. Otros se entusiasmarán con los interiores de las catedrales, con sus paredes pintadas por los rayos de sol que, atravesando los vitrales, forman una armonía encantadora de luces y colores. Para otros todavía, estará impresa en el alma, el recuerdo de alguna gran y solemne celebración en una idea de conjunto formada por la belleza del templo, la solemnidad de la liturgia, el perfume del incienso y los acordes del órgano que les hicieron vivir algunos instantes que parecieron más celestiales que terrenales.

Alguien podría levantar el siguiente problema: "¿Es indiscutible que todo esto es muy bonito; sin embargo... ¿por qué tanta grandeza y de dónde viene toda esta majestad, toda esta gloria manifestada por la Iglesia?"

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