viernes, 1 de octubre de 2010

“¡No te aflijas, hija mía!”


En las tierras de Trás-os- Montes, cercanas a Vila Real, existían magníficas praderas. La mayor parte de los terratenientes de aquella región se dedicaba a la cría de ganado ovino.

Con la lana de las ovejas de ese lugar se obtenía un excelente hilo, hasta tal punto que de lejanos parajes venían mercaderes para comprarla.

Manuel era propietario de una de esas fincas. Había heredado de su padre un gran rebaño que cuidaba celosamente y que en ocasiones él mismo era quien lo llevaba a pastorear. A cada oveja la llamaba por su nombre y ellas reconocían su voz y le obedecían.

Su esposa, Guillermina, era una de esas portuguesas fuertes, decididas, que nunca paran de trabajar.

Apreciaba mucho a sus criados y ayudaba a las muchachas que cardaban e hilaban y les explicaba los secretos de este oficio que ella misma dominaba desde pequeñita. Enseñaba a utilizar la rueca con tanta habilidad que la lana que en esa finca se producía era de las más cotizadas.

Formaban un matrimonio fervorosamente católico. Participaban en todas las actividades de la parroquia y ninguno de sus hijos dejaba de ir a Misa todos los domingos; además estaban atentos de que ninguno de ellos faltase nunca a una clase de catecismo.

Casi todos los días Guillermina se levantaba de madrugada para poder asistir a la primera Misa que se celebraba a las seis de la mañana en la aldea.

A las doce del mediodía, en punto, la gran y centenaria campana de la finca repicaba y todos paraban sus labores para rezar el Ángelus. Al final de la jornada, por la tarde, Manuel reunía a su familia y a la servidumbre para recitar el Rosario en la capilla.

Aquella casa rebosaba felicidad. Los niños crecían alegres y saludables.

Los negocios prosperaban. El rebaño se multiplicaba. Patrones y empleados convivían en una armonía muy grande.

Hasta que un día, traicionado por una persona en la que confiaba, Manuel perdió todos los bienes de la familia.

La casa, los campos, el rebaño, todo fue hipotecado para saldar las deudas, aunque eran tantas que ni siquiera así fue posible pagarlas…

Guillermina, su marido y sus hijos tuvieron que abandonar la hacienda para ir a vivir en una sencilla cabaña.

Para ganarse el sustento, Manuel trabajaba de pastor al servicio de un viejo conocido suyo, mientras que ella cardaba e hilaba la lana de las ovejas.

El tiempo pasaba y la situación, por más que ambos se esforzaban, no mejoraba.

Todavía les quedaban deudas y el minúsculo salario de Manuel casi no alcanzaba para mantener a la familia.

Para ayudarle, su mujer se pasaba noches enteras hilando, con la ayuda de una desencajada rueca. Y eso sin dejar de cocinar, lavar, planchar y cuidar a sus hijos, manteniendo siempre limpia y arreglada la humilde morada. Mientras trabajaba de esta manera, rezaba y rezaba... Estaba convencida de que María Auxiliadora no los abandonaría.

En determinados momentos del día paraba lo que estuviese haciendo y recitaba la oración de San Bernardo, de la que siempre pronunciaba con un fervor especial estas palabras: “que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro, haya sido desamparado” ...

Pero parecía que la Santísima Virgen no la oía, pues cuanto más repetía el “Acordaos”, ¡más empeoraban las cosas!

Una de esas madrugadas, a la luz de un pequeño quinqué, con los dedos ya heridos de tanto hilar, afligida y llorando, mientras trabajaba, Guillermina rezaba: — Señora, sé que nunca abandonas a quienes recurren a Ti. Pero, ¡mira nuestra situación! Los niños ya casi no tienen qué comer; los acreedores llaman continuamente a nuestra puerta; Manuel está ya tan delgado que se quedará sin fuerzas para pastorear… Por favor, Señora, ¡que ya no aguantamos tantas desdichas! ¡Ayúdanos!

Entre quejidos y lágrimas, Guillermina sintió en ese momento cómo una luz resplandeciente iluminaba el pequeño espacio donde se encontraba.

En seguida, unas manos afables y cariñosas se apoyaban sobre sus hombros, llenándola de fuerzas y aliento. Era la Virgen Santísima que había venido a consolarla y a decirle, con una voz suave:

— ¡No te aflijas, hija mía! Los reveses que padecéis en esta vida sirven para purgar vuestras faltas. Cuando Dios permite los infortunios nos está demostrando que nos ama, pues todo lo que sufrimos en esta Tierra, si lo hacemos con confianza y resignación, nos hace más semejantes a mi Divino Hijo, flagelado, coronado de espinas y muerto en la Cruz para salvarnos.

Soporta con paciencia estas adversidades, ya que ellas obtienen para ti y tu familia unos méritos tan grandes que no puedes imaginar. Confianza, hija mía; en cada una de tus dificultades, ¡estaré a tu lado!

Y desapareció…

Guillermina se sintió tan fortalecida después de esto que nunca más se quejó. Le daba ánimos a su marido en sus fatigas, alegraba a sus hijos cuando estaban tristes y ofrecía todas las tribulaciones de su vida mísera y desventurada para, por medio de María, aliviar los dolores del Divino Redentor.

Desde el Cielo la Señora contemplaba con agrado la rectitud de esa alma tan fiel. Se complacía con su firmeza en el sufrimiento, con su buena disposición y entrega en beneficio de su esposo y de su prole. Y consiguió de su Divino Hijo que restituyera a su predilecta Guillermina todo lo que habían perdido.

En efecto, el amigo que les había traicionado, arrepentido y corroído por el remordimiento, decidió irse de aquella región, no sin antes dejar en la puerta de la pobre cabaña una bolsa con suficiente dinero como para pagar todas las deudas que aún le quedaba a la familia y poder comprar un nuevo terreno.

A partir de entonces la prosperidad regresó al hogar de Manuel y Guillermina. Los prados de la actual propiedad se mostraban mejores que los de la anterior. La casa recién adquirida quedó, después de pequeñas reformas, más acogedora que la antigua. Los hijos del matrimonio ya estaban crecidos y vigorosos y empezaron a ayudar a su padre en los cuidados del próspero rebaño.

Y en la capilla de la nueva finca, junto al altar, fue puesta una sonriente efigie de María Auxiliadora que según muchos de los que la conocieron era la imagen más hermosa que había en toda la comarca, aún más que la que se veneraba en la iglesia.

¿Sería realmente así o sería una exageración provocada por amistad?

No lo sabemos. Aunque Guillermina afirmó siempre que esa imagen era increíblemente semejante a aquella luminosa Señora que un día de tribulación le dijo: “¡No te aflijas, hija mía!”

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