José Luis era un niño muy experto. Vivía con sus abuelos en la hacienda Andorinha, donde le encantaba correr por los campos, jugar con los animales y coleccionar nidos de pájaros. A pesar de sus nueve años recién cumplidos, tenía una complexión menuda y, por eso, todos le llamaban Pepito.
En la escuela, estaba comenzando a leer y a escribir y aprendía rápido, pues Dios le había dado gran inteligencia. En el Catecismo no había quien le superase. Siempre era el primero entre los niños y ya tenía una gran colección de estampas que el padre Arnaldo daba a los alumnos más aplicados. Le gustaban, sobre todo, las de Nuestra Señora, en sus diversas advocaciones: Madre del Buen Consejo, Auxilio de los Cristianos, Madre de la Divina Gracia, Nuestra Señora de la Confianza.
Todas las mañanas, antes de comenzar las clases, hacía de monaguillo en la Misa celebrada por el padre Arnaldo.
Pero como no podía comulgar, terminada la celebración, se dirigía al altar de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y rezaba con toda confianza.
— Madre mía, preparadme bien para la Primera Comunión, dadme la gracia de ser siempre vuestro hijo, valedme en todas mis necesidades y no permitáis que jamás Os abandone.
Enseguida rezaba tres avemarías.
Por la tarde, después de hacer los deberes escolares, salía por los campos a jugar. Corría con los cachorros, cuidaba de las gallinas y cabalgaba por el interior del bosque, en busca de sus preciados nidos.
Siempre volvía con algo: una casa del herrero, un nido de jilgueros o de colibrí.
El capataz se enfadaba con él porque destruía el abrigo de esas indefensas criaturas.
Él se reía y decía:
— No se preocupe, Señor Joaquín, ¡siempre tengo cuidado de que las crías ya hayan aprendido a volar! Y corría satisfecho hacia el granero, donde guardaba cuidadosamente su colección.
Por la noche, después de cenar, era la hora de la oración en familia.
Su abuela Dorotea tenía un bonito oratorio de Nuestra Señora de las Gracias, y allí se reunía con Pepito, el abuelo Carlos y los empleados de la hacienda para, juntos, rezar el Santo Rosario y la Letanía a la Santísima Virgen, y al final entonaban un himno en honor a la Madre de Dios.
Antes de prepararse para al merecido descanso, después de un día lleno de quehaceres, doña Dorotea acostumbraba a decirles:
— ¡La mejor almohada es una conciencia tranquila! Una tarde, después de hacer los deberes y de cuidar a los animales, Pepito se puso a caminar cerca de las higueras, ya cargadas de frutos maduros. Cogió uno, lo probó y su sabor era dulce como la miel. Saboreando la deliciosa fruta, observaba las copas de los árboles, para ver si encontraba algún nido. No vio nada. Levantó los ojos, su mirada se posó en lo alto de la torre del agua, que quedaba al lado del manzanal, y que servía para regarlo. Cuál no fue su sorpresa cuando avistó un gorrión comenzando a construir su hogar, en lo más alto de la torre.
Pasó un buen tiempo observando cómo aquella pequeña ave buscaba palitroques, hojas secas, pedazos de cordón, todo servía para hacer su casita bien enmarañada. Pepito se acordó de los sermones del padre Arnaldo y se dijo para sí:
— ¡Cómo Dios lo hizo todo con perfección! ¡Nadie enseñó a los gorriones a construir sus nidos y ellos lo hacen con tanta perfección!
Comió otro higo y decidió coger ese nido, que le trajera pensamientos tan bonitos. Pero dejó pasar unos días. Esperaría hasta que las crías ya supiesen volar.
Algunas semanas después se dio cuenta de que ya estaba vacío. Cogió la gran escalera y comenzó a subir.
La torre del agua era muy alta. La es calera se balanceaba peligrosamente y comenzó a temblar. Veía todo muy pequeño allá abajo y tuvo miedo.
¿Será que debería subir más? ¡Faltaba poco para alcanzar el nido, un peldaño más y listo!
Pepito subió hasta el último escalón. El cielo parecía más cercano.
Inclinó mucho su cuerpo, estiró el brazo y ¡lo consiguió! Sin embargo, al volverse bruscamente, desequilibró la escalera. Se estaba cayendo… con el nido entre los dedos se acordó de que siempre pedía la protección de la Madre del Cielo y gritó:
— ¡Nuestra Señora, salvadme!
Sintiendo el cuerpo en el aire, le parecía que un viento agradable lo llevaba hacia abajo, suavemente.
¡Así fue descendiendo, descendiendo hasta alcanzar el suelo, donde llegó sano y salvo! ¡La escalera cayó a su lado, haciendo un gran estruendo! El capataz, al oír el grito del niño vino corriendo y no podía creer lo que veía.
¡Era un verdadero milagro!
Era preciso contárselo a doña Dorotea y al señor Carlos.
¡Ellos no creerían lo que acababa de ver!
Se dirigieron todos a la iglesia y, ante el padre Arnaldo, Pepito contó cómo, habiendo invocado a Nuestra Señora, Ella vino en su socorro y lo llevó hasta el suelo.
La familia reunida agradeció a la Virgen Santísima esa enorme prueba de afecto que les había dado a todos, sobre todo a Pepito, a quien también Ella quería tanto. Algunos días después, el padre Arnaldo celebró una solemne Misa de Acción de Gracias, en la que Pepito tuvo la alegría de hacer su Primera Comunión.
El niño creció cada vez más devoto de Nuestra Señora y decidió consagrarle su vida, haciéndose sacerdote y no predicando otra cosa sino la belleza de la devoción a Ella.
martes, 12 de enero de 2010
¡Nuestra Señora, salvadme! - cuentos para niños
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