miércoles, 15 de septiembre de 2010

Salvado por un amigo invisible

Matilde era una joven señora, conocida en toda la aldea por su caridad. En su casa los más necesitados encontraban un plato de comida y la ropa lavada y remendada con cariño. Además de eso, la buena mujer procuraba enseñarles algún oficio para ayudarles a salir de la miseria.

Su hijo Mateo aún no había cumplido los cuatro años. Matilde lo educaba con ternura y desvelo incomparables.

Desde bien temprano, le había enseñado a encomendarse siempre al Ángel de la Guarda antes de salir de casa. Y el niño, piadoso y obediente, adoptó por costumbre hacerlo incluso cuando salía al jardín para jugar con su gato Mimoso. Le gustaba repetir de memoria, con las manitas sobre el pecho, la oración que de su madre había aprendido: “Ángel de mi Guarda, dulce compañía, eres mi guardia y mi vigía.

Santo ángel mío, mi gran amigo, dile al Señor que quiero ser bueno y que siempre esté conmigo. Guíame por el buen camino, con todos mis seres queridos. Amén”.

Una soleada mañana de invierno, Matilde tuvo que ausentarse de casa para atender a una enferma. Mateo salió a jugar al aire libre con su gatito y, antes de eso, se encomendó a su guardián celestial.

Cuando más entretenido estaba en sus juegos, una mujer, de cabellos rubios y sonriente fisonomía, lo llamó desde el muro. Mimoso sintió antipatía por ella: en actitud amenazante, arqueó el lomo erizándosele el pelo y emitió un bufido enseñando los dientes. Pero Mateo lo aquietó, pues ¿su madre no era siempre bondadosa con todos los que se acercaban a ella? ¿No le había enseñado a ser amable con los desconocidos?

Aprovechándose de la buena acogida, la inesperada visitante en seguida comenzó una conversación. Elogió la belleza de las plantas del jardín, lo bien conservado que estaban los muros y las ventanas y, adivinando inmediatamente el punto débil de Mateo, alabó cuanto pudo a la dueña de la casa, afirmando que sería ciertamente una señora afectuosa y diligente.

Una vez que lo había embaucado, la mujer le pidió que le abriera la puerta y el chiquillo accedió sin desconfianza alguna. Dentro ya del patio, esa arpía se esforzó por hacer más atrayente la charla. Le preguntó cómo se llamaba su madre y si no la echaba de menos.

— ¡Sí! —respondió rápidamente.

Mi madre sale pocas veces de casa sin mí… Cuando lo hace, me siento muy solito.

La desconocida, aparentando que se había emocionado con esas palabras, besó al niño con fingido cariño y se ofreció a llevarlo hasta “donde estaba su madre”. Mateo dio un salto de alegría, extendió su manita y se dispuso a acompañarla.

La buena María, auxiliar de Matilde, que se encontraba en la cocina, ni siquiera llegó a ver esa escena. Se afanaba en ese momento por preparar una de sus deliciosas empanadas de espinacas y zanahorias que tanta fama le habían dado…, pero que tanto trabajo le causaban.

Aún estaba en plena faena cuando Matilde regresó y llamó a su hijo:

— ¡Hijo mío! ¡Cariño!

Mamá ya ha vuelto. Nadie respondía…

Matilde insistía, pero el silencio continuaba. En la casa solamente se oía a María trasteando en la cocina y los extraños gruñidos de Mimoso, nervioso por alguna razón desconocida.

La cocinera percibió que algo raro estaba pasando y sintió una corazonada que la dejó helada. ¿No había visto pasar dos veces por delante de la ventana a una mujer rubia con una inusual sonrisa? ¿Qué hacía rondando la casa? ¿No tendría algo que ver con la desaparición del niño?

* * *

Días después, en una ciudad no muy distante de aquella aldea, apareció un niño sucio, andrajoso, cansado y con hambre. Se sentó en la plaza de la iglesia, debajo de un gran árbol, y allí se quedó llorando. Era por la mañana muy temprano y no había nadie en la calle, pero sus sollozos no pasaron desapercibidos para fray Leonardo, quien acababa de celebrar la santa Misa. El religioso salió del templo para ver qué ocurría.

Al toparse con tan joven criatura, de grandes y vivos ojos negros, hinchados de tanto llorar, sintió pena de él y se lo llevó a la casa parroquial.

Allí, una señora lo bañó, le dio de comer y dejó que durmiera hasta que recuperase completamente las fuerzas.

Después de algunas horas el niño se despertó y fray Leonardo le preguntó cómo se llamaba, de dónde venía, quiénes eran sus padres. El pobrecillo, aún traumatizado, poco podía responderle. Sólo recordaba que su nombre era Mateo. Hablaba de su gatito Mimoso, del lindo jardín en el que acostumbraba jugar y, sobre todo, de su extremosa madre, dulce y amorosa como ninguna.

Le contó también lo feliz que era con ella hasta que una malvada mujer se lo llevó de su casa, encerrándole en un asqueroso tugurio, del que sólo salía para pedir limosna.

Esa noche, aquella bruja le había pegado con tanta fuerza que había decidido huir.

Las ventanas eran muy estrechas y tenían rejas. Las puertas estaban bien cerradas. Pero rezó una vez más la ora ción que su madre le había enseñado —“Ángel de mi Guarda, dulce compañía, eres mi guardia y mi vigía…”— y entonces se dio cuenta que el candado de la cancela no había sido echado…

Al oír esa plegaria, el rostro del fraile se iluminó y le pidió al crío que la repitiera. ¿No era aquella cándida y piadosa oración que rezaban los niños de una aldea cercana, en la que había estado predicando una misión hacía unos meses atrás?

* * *

Al día siguiente, la noticia llegó al pueblo de Matilde. Un niño llamado Mateo había aparecido en una ciudad no muy lejos de allí.

Estaba zarrapastroso, pero no herido, ni tullido. Únicamente hablaba de un gatito de nombre Mimoso y que añoraba mucho a su madre, que —según decía él— era muy bondadosa. Fray Leonardo, el monje que había estado predicando en esa localidad durante la primavera, lo había encontrado en la plaza y se había hecho cargo de él…

Matilde no lo dudó ni un segundo. ¡Era su hijito! Tenía que ir de inmediato a su encuentro.

* * *

El abrazo entre Matilde y Mateo fue algo más que largo, casi interminable. No paraban de mirarse y acariciarse, y sólo de vez en cuando cesaban momentáneamente sus mutuos cariños para agradecerle a fray Leonardo el haber cuidado con tanto esmero al pobre infante.

Llegada la hora de regresar, el buen fraile los retuvo un instante. Fue con ellos a la iglesia, se arrodillaron ante el Santísimo Sacramento y les hizo prometer solemnemente que nunca dejarían de tenerle devoción a aquel amigo invisible que había salvado a Mateo de ese infortunio: ¡El Ángel de la Guarda!

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