domingo, 19 de septiembre de 2010

Don Beppi y la "Virgen fea"

Sí, yo también me sentí muy contrariada cuando me enteré del título con que se invocaba a la pobre imagen: ¡Virgen Fea!

Parecía más un escarnio salido de una boca impía que un nombre familiar dado por devotos. Pero es mejor contar toda la historia, sin omitir nada importante, antes que surjan juicios precipitados.

Todo empezó hace más de 40 años…

Cuando el Padre Beppi fue enviado por su obispo a cierta aldea perdida en las montañas, partió determinado a hacer todo lo necesario para la salvación de su nuevo rebaño.

La tarea era ardua, pero el incansable sacerdote se zambulló en ella con su característico celo.

Primero, venció la natural desconfianza de las duras cabezas provincianas.

Después, regularizó la situación de los que habían dejado de recibir los sacramentos, hizo las paces con quienes estaban peleados con el altar, trajo a los saltarines (y volubles) pequeñuelos al catecismo, en fin, atrajo hacia el Buen Pastor a todas las ovejas que pudo, confiando a la oración lo que los brazos no podían alcanzar.

Pero no fue todo. El párroco tenía puesto un ojo en las almas y otro en la casa de Dios. Con el paso de las semanas fue percatándose de todo lo que funcionaba mal y debía ser arreglado o cambiado en la vieja iglesia.

Tejas rotas, vidrieras quebradas, pintura descascarada, el suelo viejo, los bancos sueltos… ¡cuántas cosas! Pero en el primer lugar de la lista había apuntado una medida más urgente: retirar de la iglesia la famosa imagen. La había encontrado el mismo día de su llegada, justo encima del altar principal, y nunca olvidó la impresión recibida. Sí, había oído antes su nombre y lo había desconcertado: ¡Virgen Fea!… Pero sólo cuando la vio pudo comprobar que su fama se quedaba corta al lado de la realidad.

Ay Señor, ¡qué fea!

Era una estatua de algún material semejante al barro cocido, de gran tamaño –más de un metro y medio de altura– y muy pesada. Lo tenía todo desproporcionado, y sus facciones no podían ser más desagradables.

Poseía dos ojos grandes y vidriosos, y la boca era sólo un surco que cortaba bruscamente un rostro artificial muy redondo. ¿Cómo pudo alguien imaginarse así a la Madre de Dios?

Después de observarla mucho, el contrariado párroco concluyó que el artista no la había moldeado así por ignorancia, sino que había empleado su talento en crear una figura intencionalmente grotesca. Esto sólo sirvió para aumentar su disgusto, y decidió sacarla cuanto antes de la iglesia.

Sin embargo, chocó otra vez con las cabezas duras de los montañeses.

El primero con quien habló del asunto reaccionó de forma enérgica:

–¿¡Cómo!? ¿Sacar de la iglesia a la Virgen Fea ? ¡De ninguna manera! Es una imagen antigua, mire, aquí en la base está la fecha, ¡es casi medieval!

–Bueno… como es tan antigua, será mejor transferirla a un museo– propuso el párroco.

Su argumento sólo agravó más la situación. Don Beppi descubrió con estupor que la imagen era querida por sus parroquianos.

–Ya estaba aquí cuando fui bautizado– dijo un bigotudo integrante del coro parroquial.

–¡Me casé delante de ella…!– alegó una anciana mujer.

Y por fin, una de las veteranas del rezo del rosario asestó el golpe de gracia:

–Esta es la imagen que sale todos los años en procesión. No hay otra y punto.

Descontento, el Padre Beppi intentó rodear el problema. Planeó adquirir una imagen bonita y ubicarla en el altar principal, desplazando a la Virgen Fea hacia un rincón secundario o, mejor todavía, escondiéndola en la sacristía.

Pero cuando los contribuyentes de la parroquia intuyeron su intención, todos los bolsillos amigos, siempre generosos, se cerraron de inmediato.

Aturdido, el párroco se preguntaba cómo una imagen tan fea podía gustarle tanto a esa gente.

Pasaron algunos años. El poblado creció un poco.

El celoso párroco enfervorizaba a su rebaño y al mismo tiempo restauraba la iglesia puesta a su cuidado. Golpeando en todas las puertas, recaudó fondos como pudo, y ahora el pueblo veía con orgullo el hermoso templo que resplandecía en la colina: tejado nuevo, vidrieras relucientes, un artístico altar de mármol y una alta torre desde donde la gran campana de bronce anunciaba las misas. Pero nuestro buen cura no estaba contento.

Mientras más aumentaba la belleza de la iglesia, más resaltaba la fealdad de la imagen sobre el altar.

El Padre Beppi sabía que la región había sufrido innumerables guerras e invasiones en los siglos anteriores.

Muchas casas habían sido saqueadas o incendiadas, y no faltaron manos sacrílegas que profanaran las iglesias.

Cálices y otros objetos preciosos del altar habían sido robados; la propia iglesia a su cargo había sido víctima de aquellos saqueos. Y él, en una malévolo pensamiento, se preguntaba por qué los ladrones no se habían llevado también la Virgen Fea. ¡Le habrían dado una buena mano! Pero claro, como era tan fea, nadie la codició jamás. Si ni los ladrones la querían, ¿cómo se libraría de ella?

* * *

Cada cierto tiempo, Don Beppi visitaba la ciudad en donde estaba el seminario en que había estudiado.

Ahí vivía aún el viejo sacerdote que lo había formado. Ya casi centenario y prácticamente ciego, el virtuoso anciano tenía fama de santidad, y por esto lo buscaban otros sacerdotes –y hasta obispos, según se sabía– que iban allá a confesarse y pedir orientación para resolver intrincados problemas relativos al pastoreo de almas.

El Padre Beppi le expuso con lujo de detalles el asunto de la Virgen Fea y, por fin, le preguntó:

–¿Cómo me puedo deshacer de ella?

–¿De verdad es tan fea?

–¡Sí, mucho!

–¿Pero el pueblo le reza?

Don Beppi titubeó:

–Sí… sí… mucha gente reza frente a ella.

–Entonces –dijo el viejo sacerdote–, si el pueblo le tiene devoción a pesar de ser tan fea, algo debe tener esa imagen. No podemos tomar decisiones basándonos sólo en lo que ven nuestros ojos. Ante todo, rece y pida al Espíritu Santo que lo ilumine. Y no olvide usted, hijo mío, esta verdad: muchas veces el Espíritu Santo habla por boca de los más simples…

Don Beppi partió de regreso a su parroquia impresionado con las palabras de su antiguo maestro. Sí, pensaba, ¡debía tener una mirada más sobrenatural! Sin embargo, apenas entró en su iglesia, la visión de la imagen derrumbó su buen propósito. En los días de viaje había podido olvidar un tanto la triste figura, pero al reencontrarse con ella, se asustó de nuevo.

Pero se quedó estático frente a ella, mirándola unos quince minutos.

Después salió con paso rápido y firme. Acababa de tener una buena idea. No se la dijo a nadie, pero su decisión estaba tomada.

Por fin llegó el mes de agosto, y con él la gran procesión de la Patrona, que recorría las principales calles del pueblo en medio del jolgorio acostumbrado: banda de música, cofradías y hermandades. Hasta el alcalde anunció su presencia.

Una tarde, reunido con los organizadores, Don Beppi comunicó:

–Este año alargaremos la procesión hasta las casas nuevas, al norte de la ciudad.

–¡Pero aumenta mucho el recorrido!– exclamó don Manuel, un barbudo comerciante.

Como jefe de los cargadores del pesadísimo paso, se asustó con la idea de caminar unos cuantos kilómetros con la espalda cada vez más doblada bajo el sol abrasador del verano.

–Don Manuel –respondió el párroco–, si bien es cierto que el trayecto será más largo, me parece muy importante que la imagen de la Virgen extienda su bendición sobre el nuevo caserío. Mire, hablé con Mantovanni y nos va a prestar su camión. Subiremos el anda en él y haremos el camino de modo digno, sin romper la columna de nadie.

Se discutió un poco más el asunto, pero al final todos concordaron de buen grado. Lo cierto es que don Manuel se sintió muy aliviado al enterarse del camión, que lo libraba del sacrificio de cargar el tremendo peso.

Y así fue. Días antes de la procesión trajeron el camión hasta el depósito trasero de la casa parroquial. Era uno de aquellos viejos y toscos vehículos anteriores a la guerra, de neumáticos duros y mecánica arcaica.

Pero a fin de cuentas, adornado con flores y guirnaldas, e, incluso, se veía bonito. Lo único que desentonaba, claro está, era la imagen; cuando salió el sol no hubo adorno que pudiera ocultar su fealdad. Los cofrades miraban de reojo al párroco, que no se inmutó.

–¡Qué bueno! ¡Al fin se acostumbró con la Virgen Fea !

* * *

La procesión empezó. Todo iba como de costumbre y la gente del pueblo lucía feliz, cantando y rezando. A cierta altura, tal como se había previsto, el viejo camión giró hacia el barrio nuevo. Faltaba pavimento en esa zona, y los caminos de tierra estaban tan descuidados y llenos de zanjas que mucha gente dudó en avanzar. El camión, a tropezones con las piedras, se sacudía como un caballo salvaje, y el desdichado Mantovanni maldecía desde el volante el momento en que había accedido a realizar el viaje.

Los habitantes de las casas nuevas se regocijaron con el gesto que el párroco les dedicaba, y saludaban alegremente con sus pañuelos desde las calles y las ventanas. No obstante, el público de la procesión temía por la imagen, que avanzaba dando tumbos por el accidentado camino. La aprensión llegó a tanto que, poco a poco, fue abriéndose un amplio espacio vacío en torno al paso motorizado. Pero Don Beppi seguía tan tranquilo como siempre. El armazón de madera había quedado sólidamente sujeto a la carrocería del camión y no daba señales de romperse. Pero… ¿cómo podría aguantar la antiquísima imagen el fuerte y continuo zarandeo?

La gente seguía la recitación del rosario alternada con canciones. El pueblo miraba con alivio hacia las ya cercanas calles pavimentadas. Faltaban las dos últimas manzanas, pero eran las peores de todas. Los fieles rezaban más fuerte, los músicos tocaban con más energía, Mantovanni trataba a toda costa de llevar su viejo vehículo por el lugar menos malo posible y Don Beppi seguía callado.

Sin embargo, la Virgen Fea no pudo superar ese fatídico trecho.



Cuando faltaban poco más de cien metros para alcanzar las calles del barrio antiguo, el camión derrapó y cayó en una zanja profunda. La violenta caída fue como una patada de caballo sobre la antigua imagen: se hizo añicos, levantando una nube de polvo.

La multitud gritó a una sola voz.

Pero no era solamente por la destrucción de la Virgen Fea : destruida la gruesa cáscara de arcilla, apareció una rutilante imagen de plata, con un rostro tan bello e inocente como el de algunas famosas obras de arte medievales.

Don Beppi y los fieles, atónitos, comprendieron al instante el motivo de la existencia de la deforme pieza de “escultura” que acababa de desmoronarse: en un pasado remoto, alguien recubrió a toda prisa la admirable imagen de plata con una masa de arcilla y yeso como protección contra los bárbaros y ladrones. Para eso había sido “esculpida” la Virgen Fea , cuyo mérito durante siglos fue defender contra la saña de los malhechores a la preciosa imagen de plata, la Virgen Bella .

Llevada en triunfo hasta la iglesia, la Virgen Bella fue entronizada solemnemente entre cantos y exclamaciones de la entusiasmada multitud.

* * *

Contemplando la magnífica imagen sobre el altar, Don Beppi meditaba: “¿Cuántas otras maravillas habrá puesto Dios en la Santa Iglesia, ocultas a ojos de los hombres para salir a la luz en cierto momento, con esplendor?”

Pero de noche, antes de irse a dormir, repasó los acontecimientos del día. Lo cierto es que él había planeado todo aquello: las calles abruptas, el camión viejo de neumáticos duros y resortes defectuosos. Todo, para destruir la imagen. Y un escrúpulo surgió en su mente: ¿habría hecho bien actuando así? ¿No habría cometido una falta destruyendo deliberadamente una imagen de la Virgen a la que el pueblo tenía devoción, por más fea que pudiera ser?

Al día siguiente, llegó temprano a la iglesia y tuvo la satisfacción de ver un gran número de fieles rezando frente a la imagen recién descubierta.

Había también dos novedades: muchas flores y una multitud de niños inocentes elevando sus oraciones infantiles a la Madre de Dios.

Esto ahuyentó los escrúpulos. A fin de cuentas, pensó Don Beppi, todo era obra de la Virgen Bella , que a través de su párroco había elegido ese momento para reaparecer ante sus hijos y el mundo.

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