El corazón de doña Etelvina era muy generoso. A pesar de ser pobre, la buena mujer siempre ayudaba a todos los necesitados que fueran a pedirle una limosna, en nombre de Dios. Su esposo, don Antonio, era un honrado transportista, muy trabajador, pero su modesto salario sólo era lo que recibía por los fletes que hacía a los habitantes de la pequeña localidad de San Pedro del Este. Lo que ganaba era lo suficiente para sustentar a su esposa y a su hijita, Margarita. No obstante, apoyaba los pródigos gestos de su mujer. ¡Y nunca faltaba nada en aquel humilde hogar! Todo esto era debido a la piedad de este matrimonio que, sin dejar de confiar en la Providencia Divina, era dadivoso para con los que necesitaban aún más que ellos. Jamás dejaron de frecuentar los Sacramentos, pues sabían que eran junto con la oración su sustento y su fuerza.
Sin embargo, el tiempo iba pasando y la pequeña Margarita iba creciendo. A pesar del buen ejemplo de sus padres, la niña había salido caprichosa, vanidosa y muy egoísta.
Cuando salía a jugar con las amiguitas del vecindario, todo era suyo, invariablemente era la que debía ganar en todos los juegos y tenía que ser el centro de las atenciones. No imitaba en nada la humildad y la generosidad de sus padres.
Cuando cumplió siete años, su madrina, señora acomodada, le regaló una linda muñeca, con los ojos de vidrio y un vestido de princesa. La niña se quedó encantada. Enseguida fue a enseñársela a sus compañeras.
Pero en vez de dejar que cada una la cogiera en sus manos, la acariciase y la meciese, no permitió —llena de apego— que tocasen su nue vo juguete, y regresó a su casa con mucha arrogancia.
Su madre estaba muy preocupada por su hija, pues veía que estaba andando por un camino peligroso y sería, de continuar así, una persona muy infeliz y perdería la amistad de Dios. Por eso, le pedía mucho a la Santísima Virgen por ella. Y siempre le daba buenos consejos:
— Hijita, debemos pensar que igual que Jesús es generoso con nosotros, debemos serlo con los demás.
Si te han regalado esta linda muñeca es para que puedas jugar junto con tus amigas. No tenemos nada que no haya venido de la bondad de Dios. ¡No seas egoísta!
La niña escuchaba con atención, pero enseguida se olvidaba de los buenos consejos de su madre…
Poco después empezaron las clases de preparación para la Primera Comunión. Margarita oía con interés a la catequista que les contaba los milagros de Jesús, que había curado a enfermos, ayudado a los más necesitados y cómo era generoso para con todos. Su pequeño corazón fue siendo tocado por la gracia y comenzó a hacer un examen de conciencia por sus actitudes egoístas y caprichosas…
La víspera del gran día, antes incluso de la primera confesión, los niños de la catequesis tuvieron una Misa preparatoria para la misma. Y en una de las lecturas la niña oyó: “Que cada uno dé conforme a lo que ha resuelto en su corazón, no de mala gana o por la fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7). Aquellas palabras penetraron como un rayo de fuego en su corazón. Quería ser también amada por Dios… Quería sentir la alegría de dar.
Cuando acabó la Santa Misa, en la puerta de la iglesia, Margarita se encontró con un mendigo. La aldea era pequeña y todos se conocían, pero aquel infeliz andrajoso le era completamente desconocido. El hombre pedía una limosna, por amor a Dios.
Ante tal súplica, Margarita se sintió tocada, pues aún resonaban en su alma las palabras que acababa de oir: “Dios ama al que da con alegría”…
Siempre llevaba colgada del cuello una cadenita con una pequeña cruz de plata, regalo de su madrina en el día de su bautizo. Era la cosa por la que más aprecio profesaba.
Sin titubear y sintiendo por primera vez la alegría de dar, la niña se quitó el estimado objeto y se lo dio al pobre hombre. Él la miró con extremo afecto y gratitud y le dijo:
— ¡Que Dios te lo pague y recompense! Asumida por una extraña felicidad, la niña regresó a casa corriendo y le contó el hecho a su madre que, entre lágrimas, abrazaba a su hija y le decía:
— Quiero que sepas que ésta ha sido la mejor preparación que podrías haber hecho para recibir a Jesús, en el Santísimo Sacramento.
Aquella noche Margarita tuvo un sueño. Se le aparecía Jesús con su crucecita de plata en las manos, adornada con las piedras preciosas más bellas.
Y sonriendo le preguntaba:
— ¿Conoces este objeto? Le respondió que sí, pero que antes no se veía tan lindo como ahora…
Jesús le dijo entonces:
— Ayer se la diste a un mendigo desconocido, y la virtud de la caridad la hizo más hermosa. Ese mendigo era Yo. Te prometo que, en el día del Juicio, en presencia de los ángeles y de los hombres, enseñaré esta pequeña cruz para que tu gloria sea eterna.
A la mañana siguiente, la niña se acercó al confesionario, enteramente transformada. Después de haber limpiado su alma de sus caprichos y egoísmos, pudo recibir a Jesús en la Eucaristía, con el alma consolada y comprendiendo como es verdad que “Dios ama al que da con alegría”.
Y a ejemplo de sus buenos padres, llevó una vida santa, siendo generosa para con todos, especialmente para con Nuestro Señor Jesucristo, dejándose llevar por la gracia y por sus designios, confiada en la promesa que Él le había hecho en aquel sueño inolvidable.
Sin embargo, el tiempo iba pasando y la pequeña Margarita iba creciendo. A pesar del buen ejemplo de sus padres, la niña había salido caprichosa, vanidosa y muy egoísta.
Cuando salía a jugar con las amiguitas del vecindario, todo era suyo, invariablemente era la que debía ganar en todos los juegos y tenía que ser el centro de las atenciones. No imitaba en nada la humildad y la generosidad de sus padres.
Cuando cumplió siete años, su madrina, señora acomodada, le regaló una linda muñeca, con los ojos de vidrio y un vestido de princesa. La niña se quedó encantada. Enseguida fue a enseñársela a sus compañeras.
Pero en vez de dejar que cada una la cogiera en sus manos, la acariciase y la meciese, no permitió —llena de apego— que tocasen su nue vo juguete, y regresó a su casa con mucha arrogancia.
Su madre estaba muy preocupada por su hija, pues veía que estaba andando por un camino peligroso y sería, de continuar así, una persona muy infeliz y perdería la amistad de Dios. Por eso, le pedía mucho a la Santísima Virgen por ella. Y siempre le daba buenos consejos:
— Hijita, debemos pensar que igual que Jesús es generoso con nosotros, debemos serlo con los demás.
Si te han regalado esta linda muñeca es para que puedas jugar junto con tus amigas. No tenemos nada que no haya venido de la bondad de Dios. ¡No seas egoísta!
La niña escuchaba con atención, pero enseguida se olvidaba de los buenos consejos de su madre…
Poco después empezaron las clases de preparación para la Primera Comunión. Margarita oía con interés a la catequista que les contaba los milagros de Jesús, que había curado a enfermos, ayudado a los más necesitados y cómo era generoso para con todos. Su pequeño corazón fue siendo tocado por la gracia y comenzó a hacer un examen de conciencia por sus actitudes egoístas y caprichosas…
La víspera del gran día, antes incluso de la primera confesión, los niños de la catequesis tuvieron una Misa preparatoria para la misma. Y en una de las lecturas la niña oyó: “Que cada uno dé conforme a lo que ha resuelto en su corazón, no de mala gana o por la fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7). Aquellas palabras penetraron como un rayo de fuego en su corazón. Quería ser también amada por Dios… Quería sentir la alegría de dar.
Cuando acabó la Santa Misa, en la puerta de la iglesia, Margarita se encontró con un mendigo. La aldea era pequeña y todos se conocían, pero aquel infeliz andrajoso le era completamente desconocido. El hombre pedía una limosna, por amor a Dios.
Ante tal súplica, Margarita se sintió tocada, pues aún resonaban en su alma las palabras que acababa de oir: “Dios ama al que da con alegría”…
Siempre llevaba colgada del cuello una cadenita con una pequeña cruz de plata, regalo de su madrina en el día de su bautizo. Era la cosa por la que más aprecio profesaba.
Sin titubear y sintiendo por primera vez la alegría de dar, la niña se quitó el estimado objeto y se lo dio al pobre hombre. Él la miró con extremo afecto y gratitud y le dijo:
— ¡Que Dios te lo pague y recompense! Asumida por una extraña felicidad, la niña regresó a casa corriendo y le contó el hecho a su madre que, entre lágrimas, abrazaba a su hija y le decía:
— Quiero que sepas que ésta ha sido la mejor preparación que podrías haber hecho para recibir a Jesús, en el Santísimo Sacramento.
Aquella noche Margarita tuvo un sueño. Se le aparecía Jesús con su crucecita de plata en las manos, adornada con las piedras preciosas más bellas.
Y sonriendo le preguntaba:
— ¿Conoces este objeto? Le respondió que sí, pero que antes no se veía tan lindo como ahora…
Jesús le dijo entonces:
— Ayer se la diste a un mendigo desconocido, y la virtud de la caridad la hizo más hermosa. Ese mendigo era Yo. Te prometo que, en el día del Juicio, en presencia de los ángeles y de los hombres, enseñaré esta pequeña cruz para que tu gloria sea eterna.
A la mañana siguiente, la niña se acercó al confesionario, enteramente transformada. Después de haber limpiado su alma de sus caprichos y egoísmos, pudo recibir a Jesús en la Eucaristía, con el alma consolada y comprendiendo como es verdad que “Dios ama al que da con alegría”.
Y a ejemplo de sus buenos padres, llevó una vida santa, siendo generosa para con todos, especialmente para con Nuestro Señor Jesucristo, dejándose llevar por la gracia y por sus designios, confiada en la promesa que Él le había hecho en aquel sueño inolvidable.
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