En la pequeña localidad de San José de Monte Verde vivía un hombre muy rico que se llamaba Joaquín.
Poseía muchas tierras, centenas de bueyes y una hermosa casa en la ciudad.
Aunque tenía un grave defecto: era bastante mezquino y no le gustaba nada que tuviera relación con la religión.
En su hogar residía una niña muy piadosa y graciosa de nombre Zita. Era la hija de su fiel gobernanta, Sara, cuya madre también había servido en la hacienda a la familia. La chiquilla, muy experta y diligente, se sabía de memoria todo el servicio que tenía que hacer para ayudar a su madre.
Sara, que era muy religiosa, enseñó a rezar a Zita desde muy pequeña.
En los momentos de ocio iban a la parroquia de Nuestra Señora del Perdón y allí se les pasaban las horas rezando, venerando a las imágenes y admirando las pinturas de las paredes y del techo de esa encantadora iglesia colonial.
Lo que más les gustaba de verdad era estar con el Santísimo Sacramento cuando estaba expuesto.
Sara le había enseñado a su hijita que en aquella delicada Hostia se encontraba Jesús enterito, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
A la niña le costaba imaginarse cómo Él lo hacía para meterse en un ostensorio tan pequeño… Su madre le explicaba que eso era un grandísimo milagro, pues aunque Jesús subió Cielo, no quiso dejar abandonada a la humanidad, permaneciendo entre los hombres en la Eucaristía.
Zita iba creciendo y no tardó en pedir hacer la Primera Comunión, porque no sólo deseaba visitar a Jesús, sino que quería que Él estuviese también en su corazón. Todos los domingos iba a Misa con su madre y recibía a Jesús en su alma. Y durante la semana, tan pronto como podía, hacía una “escapadita” únicamente para visitar al Señor. El tiempo pasaba y ella iba adquiriendo cada día más devoción al Santísimo Sacramento.
Sin embargo, el antipático don Joaquín, profundamente disgustado con la devoción de la niña, empezó a impedirle que fuese a la iglesia. Algunas veces le mandaba que fuese a comprar algo a la tienda y le contaba los minutos para que no tuviese oportunidad de acercarse a rezar. Entonces a Zita únicamente le daba tiempo para entrar en el templo, hacer una rápida genuflexión y decir:
— Señor, he venido aquí sólo para verte un poquito.
Y regresaba corriendo. Su patrón la estaba esperando con reloj en mano. Ya no podía salir ni los domingos, pues ese malvado había decidido cambiar el día de descanso de su madre. La niña sufría por la añoranza de su Jesús Sacramentado.
Pero, siempre que podía, corría a la iglesia, se arrodillaba brevemente y repetía:
— Señor, he venido aquí sólo para verte un poquito.
Muchas y muchas veces se repetía esa encantadora escena.
El mes de junio había llegado y la parroquia toda se engalanaba para celebrar la fiesta de Corpus Christi.
Las calles eran decoradas con alfombras de flores y serrín de colores. Banderas y velas adornaban el trayecto por donde pasaría la procesión.
Ya estaba preparado el hermoso palio para proteger al Señor Sacramentado que recorrería la ciudad en las manos de su párroco.
Zita ardía en deseos de poder participar, pero don Joaquín se lo negó rotundamente. Ella suplicaba desde lo hondo de su inocente corazón que por lo menos pudiese dar una ojeada, para ver al Señor. Cuando terminó la Misa, entre repicar de campanas e himnos en alabanza a Jesús Eucaristía, salía la procesión.
La banda tocaba espléndidamente; habían aprendido nuevas melodías para esta fiesta.
La niña escuchaba aquellos acordes y rezaba en secreto.
De pronto, se dio cuenta que la música se acercaba cada vez más. ¡La procesión pasaría enfrente de su casa!
Arrebatada por el fervor, sin temer a su patrón, abrió la ventana del salón principal justo en el momento en que el palio estaba pasando.
El párroco sintió repentinamente que sus pies se quedaban pegados al suelo y no se podía mover. Desde la ventana, la niña tenía sus ojos fijos en su añorado Jesús. El ostensorio empezó a girar en las manos del sacerdote sin que éste hiciera movimiento alguno, hasta que se detuvo enfrente de Zita. Y desde la Sagrada Hostia se escuchó una voz celestial que decía:
— Zita, he parado aquí sólo para verte un poquito.
Don Joaquín había escuchado el alboroto y entró en el salón dispuesto a reprender a la niña y cerrar bruscamente la ventana. Pero al presenciar tal prodigio se acordó de cuando él aún rezaba, iba a Misa y también de su Primera Comunión.
En su alma sintió las alegrías de aquel día y las lágrimas empezaron a correrle por la cara, pues no había ido nunca más a visitar al Señor, ni siquiera para verlo aunque fuera un poquito…
La milagrosa escena terminó y el ostensorio volvió a su posición anterior; los pies del párroco se despegaron del suelo y la comitiva continuó su recorrido con normalidad. Los presentes no daban crédito a lo que acababan de ver…
Al darse cuenta que su patrón estaba de rodillas llorando, la niña lo cogió de la mano y salió con él para participar en la procesión. Zita cantaba con gusto los himnos eucarísticos.
Pero cuál no fue su sorpresa al oír que una voz fuerte y varonil acompañaba también las estrofas de las canciones. ¡Eso sí que era un milagro de verdad!
Al llegar a la iglesia, una vez que concluyó la ceremonia toda, don Joaquín le dijo al párroco que quería confesarse y de esta manera se reconcilió con Aquel que había abandonado por tanto tiempo. Rezó devotamente a los pies de Nuestra Señora del Perdón, pidiéndole a la Madre de Dios que le protegiese y le ayudase a cambiar de vida.
Ahora, siempre que tiene un ratito libre, pasa por la parroquia y reza. Pero ante todo le dice al Señor:
— Señor, he venido aquí sólo para verte. ¡Ayúdame para que no te abandone jamás!
Poseía muchas tierras, centenas de bueyes y una hermosa casa en la ciudad.
Aunque tenía un grave defecto: era bastante mezquino y no le gustaba nada que tuviera relación con la religión.
En su hogar residía una niña muy piadosa y graciosa de nombre Zita. Era la hija de su fiel gobernanta, Sara, cuya madre también había servido en la hacienda a la familia. La chiquilla, muy experta y diligente, se sabía de memoria todo el servicio que tenía que hacer para ayudar a su madre.
Sara, que era muy religiosa, enseñó a rezar a Zita desde muy pequeña.
En los momentos de ocio iban a la parroquia de Nuestra Señora del Perdón y allí se les pasaban las horas rezando, venerando a las imágenes y admirando las pinturas de las paredes y del techo de esa encantadora iglesia colonial.
Lo que más les gustaba de verdad era estar con el Santísimo Sacramento cuando estaba expuesto.
Sara le había enseñado a su hijita que en aquella delicada Hostia se encontraba Jesús enterito, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
A la niña le costaba imaginarse cómo Él lo hacía para meterse en un ostensorio tan pequeño… Su madre le explicaba que eso era un grandísimo milagro, pues aunque Jesús subió Cielo, no quiso dejar abandonada a la humanidad, permaneciendo entre los hombres en la Eucaristía.
Zita iba creciendo y no tardó en pedir hacer la Primera Comunión, porque no sólo deseaba visitar a Jesús, sino que quería que Él estuviese también en su corazón. Todos los domingos iba a Misa con su madre y recibía a Jesús en su alma. Y durante la semana, tan pronto como podía, hacía una “escapadita” únicamente para visitar al Señor. El tiempo pasaba y ella iba adquiriendo cada día más devoción al Santísimo Sacramento.
Sin embargo, el antipático don Joaquín, profundamente disgustado con la devoción de la niña, empezó a impedirle que fuese a la iglesia. Algunas veces le mandaba que fuese a comprar algo a la tienda y le contaba los minutos para que no tuviese oportunidad de acercarse a rezar. Entonces a Zita únicamente le daba tiempo para entrar en el templo, hacer una rápida genuflexión y decir:
— Señor, he venido aquí sólo para verte un poquito.
Y regresaba corriendo. Su patrón la estaba esperando con reloj en mano. Ya no podía salir ni los domingos, pues ese malvado había decidido cambiar el día de descanso de su madre. La niña sufría por la añoranza de su Jesús Sacramentado.
Pero, siempre que podía, corría a la iglesia, se arrodillaba brevemente y repetía:
— Señor, he venido aquí sólo para verte un poquito.
Muchas y muchas veces se repetía esa encantadora escena.
El mes de junio había llegado y la parroquia toda se engalanaba para celebrar la fiesta de Corpus Christi.
Las calles eran decoradas con alfombras de flores y serrín de colores. Banderas y velas adornaban el trayecto por donde pasaría la procesión.
Ya estaba preparado el hermoso palio para proteger al Señor Sacramentado que recorrería la ciudad en las manos de su párroco.
Zita ardía en deseos de poder participar, pero don Joaquín se lo negó rotundamente. Ella suplicaba desde lo hondo de su inocente corazón que por lo menos pudiese dar una ojeada, para ver al Señor. Cuando terminó la Misa, entre repicar de campanas e himnos en alabanza a Jesús Eucaristía, salía la procesión.
La banda tocaba espléndidamente; habían aprendido nuevas melodías para esta fiesta.
La niña escuchaba aquellos acordes y rezaba en secreto.
De pronto, se dio cuenta que la música se acercaba cada vez más. ¡La procesión pasaría enfrente de su casa!
Arrebatada por el fervor, sin temer a su patrón, abrió la ventana del salón principal justo en el momento en que el palio estaba pasando.
El párroco sintió repentinamente que sus pies se quedaban pegados al suelo y no se podía mover. Desde la ventana, la niña tenía sus ojos fijos en su añorado Jesús. El ostensorio empezó a girar en las manos del sacerdote sin que éste hiciera movimiento alguno, hasta que se detuvo enfrente de Zita. Y desde la Sagrada Hostia se escuchó una voz celestial que decía:
— Zita, he parado aquí sólo para verte un poquito.
Don Joaquín había escuchado el alboroto y entró en el salón dispuesto a reprender a la niña y cerrar bruscamente la ventana. Pero al presenciar tal prodigio se acordó de cuando él aún rezaba, iba a Misa y también de su Primera Comunión.
En su alma sintió las alegrías de aquel día y las lágrimas empezaron a correrle por la cara, pues no había ido nunca más a visitar al Señor, ni siquiera para verlo aunque fuera un poquito…
La milagrosa escena terminó y el ostensorio volvió a su posición anterior; los pies del párroco se despegaron del suelo y la comitiva continuó su recorrido con normalidad. Los presentes no daban crédito a lo que acababan de ver…
Al darse cuenta que su patrón estaba de rodillas llorando, la niña lo cogió de la mano y salió con él para participar en la procesión. Zita cantaba con gusto los himnos eucarísticos.
Pero cuál no fue su sorpresa al oír que una voz fuerte y varonil acompañaba también las estrofas de las canciones. ¡Eso sí que era un milagro de verdad!
Al llegar a la iglesia, una vez que concluyó la ceremonia toda, don Joaquín le dijo al párroco que quería confesarse y de esta manera se reconcilió con Aquel que había abandonado por tanto tiempo. Rezó devotamente a los pies de Nuestra Señora del Perdón, pidiéndole a la Madre de Dios que le protegiese y le ayudase a cambiar de vida.
Ahora, siempre que tiene un ratito libre, pasa por la parroquia y reza. Pero ante todo le dice al Señor:
— Señor, he venido aquí sólo para verte. ¡Ayúdame para que no te abandone jamás!
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