viernes, 21 de enero de 2011

San Antonio y la mula del Hereje - cuentos para niños

Por dondequiera que pasaba, san Antonio de Padua era el flagelo de los herejes en virtud del maravilloso don con que refutaba sus objeciones y desenmascaraba sus calumnias contra la fe católica. Habiendo llegado un día a Toulouse (Francia) para combatir los errores de los enemigos de la santa Iglesia, tuvo que disputar contra uno de los más tenaces albigenses. La larga discusión terminó por recaer sobre el augusto Sacramento de la Eucaristía. Luego de grandes dificultades, el defensor del error fue reducido al silencio. Pero, si bien estaba derrotado no se había convertido; y recurrió a un argumento extremo en desafío al santo:
–Dejémonos de palabras y vayamos a los hechos. Si con algún milagro puedes probar frente a todo el pueblo que el cuerpo de Cristo está presente de verdad en la Hostia consagrada, yo renegaré de mis ideas y aceptaré las tuyas.
–Acepto el desafío –replicó enseguida san Antonio, lleno de confianza en la omnipotencia y la misericordia del Divino Maestro.

–Escucha, pues, mi propuesta: tengo una mula en mi casa. La dejaré encerrada durante tres días sin alimento alguno, y así la traeré a esta plaza. Entonces, en presencia de todos, le ofreceré una abundante cantidad de avena, y tú le presentarás eso que, según dices, es el cuerpo de Jesucristo. Si el animal hambriento abandona la comida para correr donde ese Dios que todas las criaturas deben adorar, conforme a tu doctrina, yo creeré de todo corazón la enseñanza de la Iglesia Católica.


* * *
El día fijado vino gente de todas partes. No era posible confundir la plaza en que se realizaría la gran prueba; católicos y herejes la desbordaban, presos de una expectativa fácil de imaginar. En una capilla cercana, Fray Antonio celebraba la santa Misa con angelical fervor.
Llegó entonces el albigense tirando su mula, mientras un compinche traía el alimento favorito del animal, escoltado por una multitud de herejes que auguraban su victoria.
En ese momento, san Antonio salió de la capilla portando el cáliz con el Santísimo Sacramento. La plaza quedó en silencio. Dirigiéndose a la mula, el santo clamó con fuerte voz:

–¡En el nombre y por el poder de tu Creador, el que pese a mi indignidad sostengo realmente presente en mis manos, yo te ordeno, pobre animal,
que vengas sin demora a inclinarte humildemente frente a Él, y así los herejes reconozcan que toda criatura se somete a Jesucristo, Dios Creador que el sacerdote católico tiene la honra de hacer descender sobre el altar!
Al mismo tiempo, el albigense puso el montón de avena bajo el hocico de la bestia hambrienta, incitándola a comer.
¡Oh prodigio! Sin prestar atención alguna al alimento que se le ofrecía,
sin escuchar más que la voz de Fray Antonio, el animal se inclinó ante el nombre de Jesucristo y después se arrodilló delante del Sacramento de Vida, como si lo adorara.
Al ver esto los católicos estallaron en muestras de entusiasmo, al paso que los herejes se sentían aplastados por el estupor y la confusión.

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