miércoles, 12 de enero de 2011

La Luz en el Evangelio de San Juan - II

Redacción (Martes, 10-01-2012, Gaudium Press) Se pregunta San Andrés de Creta, obispo, en su sermón del Domingo de Ramos:

"¿Qué luz es esta?", respondió luego con toda clareza: "Solo puede ser aquella que ilumina a todo hombre que viene al mundo (cf. Jn 1,9). La luz eterna, luz que no conoce el tiempo y revelada en el tiempo, luz manifestada por la carne y oculta por naturaleza, luz que envolvió a los pastores y se hizo para los magos guía del camino. Luz que desde el principio estaba en el mundo, por quien fue hecho el mundo y el mundo no la conoció. Luz que vino a lo que era suyo, y los suyos no la recibieron".

Ahí está ese Dios que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6, 16) en la realización de su eterno deseo de comunicar su propia vida, "la luz de los hombres" (Jn 1, 4). Y de ahí se entiende el porqué de los hombres, cuando abrazan el pecado, cierran los ojos a la luz procedente del Verbo, Vida de nuestra vida, Luz de nuestra inteligencia. A la salvación, prefiere el pecador las desordenadas tinieblas de sus pasiones, de sus malas inclinaciones.

Aquella vida es la luz de los hombres, pero los corazones insensatos no pueden comprenderla, porque sus pecados no les permiten; y para que no supongan que esa luz no existe, por el hecho de que no pueden verla, continúa: "La luz resplandeció en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron". Por eso, hermanos, así como el hombre ciego colocado delante del sol, aún estando en su presencia, se considera como ausente de él, de esa manera todo insensato, todo inicuo, todo impío es ciego de corazón. Está delante de la sabiduría, pero como un ciego, sus ojos no la pueden ver: ella no está lejos de él, sino él es quien está lejos de ella.

El versículo 5 del primer capítulo del Evangelio de San Juan

A estas alturas, pasamos a distinguir mejor la profundidad de los términos "luz" y "tinieblas", empleados por Juan en el versículo 5 - "Y la luz resplandeció en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron" -, sobre todo si retornamos a las consideraciones de Orígenes sobre la introducción del cuarto evangelio, en las cuales establece la equivalencia entre los términos "luz" y "vida"; "muerte" y "tinieblas":

Y si la vida es lo mismo que la luz de los hombres, nadie que esté en las tinieblas tiene vida, y ninguno de los que viven está en las tinieblas; y como todo aquel que vive se encuentra en la luz, todo aquel que está en la luz vive. [...] Al contrario, aquel que hace cosas propias a la luz, o cuyas acciones brillan delante de los demás hombres, y que se acuerda de Dios, ese no está en la muerte, de acuerdo con lo que dice el Salmo 6: "en el seno de la muerte no hay quien de Vosotros se acuerde".

Antes de la Encarnación el género humano estaba en las tinieblas por causa del Pecado Original

El origen de las "tinieblas" que cercan al hombre, afirma Orígenes, está en su naturaleza herida por el pecado de los primeros padres: "porque todo el género humano - no por la naturaleza, sino por causa del pecado original - estaba en las tinieblas de la ignorancia de la verdad". Y por la luz de Cristo, que "resplandece en los corazones de aquellos que lo conocen, después de haber nacido de la Virgen", el hombre es rescatado de la oscuridad espiritual. Por eso, Orígenes es llevado a exclamar con el Apóstol: "Antes éramos tinieblas, pero ahora somos luz en el Señor, si somos de algún modo santos y espirituales". Y recuerda que si salimos de las sombras del error se debe a la Encarnación del Verbo: "La luz de los hombres es Nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a conocer por la naturaleza humana a toda criatura racional e intelectual, como también manifestó a los corazones de los fieles los misterios de su divinidad".

Sin embargo, una vez recibida la luz de la verdad y la vida tenemos que reconocer en ella una dádiva muy superior a nuestra pobre naturaleza. Orígenes nos coloca en esa perspectiva:

Así como el aire no brilla por sí mismo, sino se llama tinieblas, así nuestra naturaleza, cuando examinada por sí misma, no es más que cierta substancia tenebrosa, capaz de participar de la luz de la sabiduría; y así como no se dice que el aire brilla por sí mismo cuando recibe los rayos del sol, pero sí que la luz del sol en él resplandece, así también la parte de nuestra naturaleza racional, cuando participa de la presencia del Verbo de Dios, no conoce por sí misma su Dios ni las cosas comprensibles, sino por la luz divina que en ella se encuentra. Y de ese modo la luz brilla en las tinieblas porque el Verbo de Dios, vida y luz de los hombres, no cesa de resplandecer en nuestra naturaleza (la cual, considerada y estudiada en sí, no pasa de una oscuridad informe); y como esa misma luz es incomprensible para toda criatura, las tinieblas no la comprendieron.

Las tinieblas nunca vencerán la Luz del Verbo


Santo Tomás de Aquino, en su comentario al prólogo del Evangelio de San Juan, completa el sentido de ese versículo, indicando la acción de los malos como el intento frustrado de ofuscar la Luz:

[Las tinieblas] no vencieron [la Luz]. Ya que por mucho que los hombres oscurecidos por los pecados, ciegos por la envidia, tenebrosos por la soberbia, hayan luchado contra Cristo - censurando, haciendo injurias y ultrajes, y finalmente matando, como está claro en el Evangelio - con todo, no lo comprendieron, esto es, no lo vencieron obscureciéndolo de modo que su claridad no brillase en todo el mundo.

Por lo anteriormente expuesto, se puede percibir cuánto es acertada la expresión de San Juan "et tenebræ eam non comprehenderunt" (Jn 1, 5), pues la fuerza de esa luz es la propia omnipotencia divina que eleva nuestra naturaleza a los picos de la vida de la gracia y disipa el mal de este mundo. La culpa, el error y lo feo no consiguieron - ni jamás conseguirán - vencerla.

Las tinieblas (conjunto de las fuerzas del mal) nunca abarcarán la luz del Verbo pues, "lux in tænebris lucet".
Además, es un error fundamental querer atribuir el carácter absoluto a las tinieblas como lo hicieron en la Antigüedad ciertas religiones, considerando, así, la existencia de dos dioses: luz y tiniebla. Y si no son las tinieblas un ser por esencia, ¿cómo pueden ellas vencer la luz?

La Luz vino al mundo

En el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, durante una larga discusión con los fariseos y seguido al episodio con la mujer adúltera capturada ‘in fraganti', Jesús afirma: "Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en las tinieblas, sino tendrá la luz de vida" (Jn 8, 12). Uno de los principales ritos de esa fiesta propició al Divino Maestro esta afirmación, pues los judíos encendían una gran lámpara en el interior del Templo y realizaban una procesión con antorchas en llamas.

Es todavía dentro de ese contexto que encontramos otro pronunciamiento de gran importancia: "Si vosotros permanecéis en mi palabra [...] conoceréis la verdad y la verdad os tornará libres" (Jn 8, 31). Sin embargo, los propios circunstantes oyeron pero no comprendieron, y algunos hasta se rebelaron.

Más adelante, nuevamente Él diría: "soy la luz del mundo" (Jn 9, 5) y esta vez confiriendo dando mayor facilidad para la creencia en su palabra, al curar un ciego de nacimiento, el cual en un reencuentro adquiere la luz de la verdad, manifestando Su fe en la divinidad de Jesús: "Creo, Señor. Y, postrándose, lo adoró" (Jn 9, 38). Entretanto, a pesar de todas las más robustas comprobaciones, continuaron las objeciones de los que recalcitraban contra la Lux Vera14.

Así pues, realizándose el juicio de Dios:

La condenación está en esto: La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a la luz, a fin de que no sean reprobadas sus obras; pero aquel que procede según la verdad, se acerca a la luz, a fin de que sus obras sean manifestadas como hechas según Dios (Jn 3, 19-21).

La unión con la Luz impone la íntegra coherencia de fe, razón y voluntad

Jesús nos trajo la luz de la verdad al encarnarse en el seno virginal de María Santísima, y nos ofreció una revelación fundamental: Dios es luz. Y es en esa luz que debemos caminar conforme nos aconseja San Juan en su primera Epístola:

La nueva que oímos de él y que os anunciamos es ésta: que Dios es luz y no hay en él ninguna tiniebla. Si decimos que tenemos sociedad con él y andamos en las tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Sin embargo, si andamos en la luz, como él también está en la luz, tenemos comunión recíproca, y la sangre de Jesucristo, su hijo, nos purifica de todo el pecado (1 Jn 3, 5-7).

La unión con Dios -Luz y Verdad en esencia- impone la necesidad de la íntegra coherencia de fe, razón y voluntad con las exigencias de tan alta comunión.

Con razón se puede pues decir que Juan, refiriéndose polémicamente a la terminología gnóstica de la luz, la desarrolla, sin embargo, en la perspectiva del simbolismo vetero-testamentario -la luz es la palabra de Dios- y le da un centro nuevo en el hombre histórico Jesús.

Él es la verdadera luz (Jn 1, 8), esto es, solamente en él es dada la verdadera iluminación de la vida humana. Solo quien se comprende a partir de Cristo y orientado para Cristo, se comprende rectamente y "vive" en la verdad. El simbolismo juanino de la luz debe ser visto en el contexto unitario de la interpretación que el cuarto Evangelio da de los grandes símbolos elementares de la humanidad - pan, agua, vida, luz- aplicándolos a Jesús de Nazaret. Central y típico es el caso de la cura del ciego de nacimiento, en la cual se refleja claramente todo el drama de la historia humana; drama al que apenas se alude en el prólogo con pocas y breves palabras (1, 9). En Juan, la luz es la verdad que en Cristo se tornó nuevamente accesible al hombre; las tinieblas son la falsedad, esto es, la realidad del hombre que, antes de la venida de Cristo, vive siempre de uno o de otro modo en oposición a la verdad. La imagen de la luz es así radicalmente privada de su significado natural y al mismo tiempo llevada a su más alta expresión.

Por João Scognamiglio Clá Dias E.P

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