miércoles, 19 de enero de 2011

Anita y las mariposas - cuentos para niños

Anita era, según sus padres, una ni­ña feliz. Ella no siempre estaba de acuerdo.

Su padre y su madre la querían mucho… pero ambos trabajaban y la niña sólo los veía de noche. Las pro­fesoras de la escuela eran muy exi­gentes. Su hermano mayor había si­do un buen compañero de juegos, pe­ro después creció y se desinteresó de ella.

Y por fin, estaba su abuela. Ella sí le prestaba mucha atención, era muy cariñosa, respondía con calma todas sus preguntas, sabía hacer dulces y, mejor que todo, le contaba cuentos, hermosas historias de castillos fabu­losos, princesas, santos y milagros. Pero vivía lejos, y sólo de vez en cuando visitaba la casa de su nieta.

La abuela también le hablaba mu­cho de Dios. Enseñó a la inocente pequeña a rezar y le explicó muchas cosas interesantes de la religión. Pe­ro había algo que Anita no podía en­tender: si Dios lo puede todo y es tan bueno, ¿por qué no soluciona los problemas de todo el mundo?

“Por ejemplo –pensaba– no le costaría hacerme la vida más fácil: sería cosa que mis papás estuvieran más tiempo en casa, que la escuela pusiera menos tareas, que mi her­mano me hiciera compañía, que mi abuela viniera más veces… Pero pa­rece que Dios no quiere. ¡No entien­do! Le preguntaré a la abuela cuan­do venga.”

* * *

Anita pensaba en estas cosas mientras paseaba sola por el jardín de su casa, donde había muchas flo­res, algunos arbustos y árboles. Era el escenario de los pensamientos so­litarios de la pequeña, como tam­bién de sus pequeños hallazgos. En él descubrió con encanto un nido de pájaros, pero también recibió la pri­mera una picadura de abeja. Ahí le enseñó su hermano que las orugas se transforman en mariposas.

Al principio no le creyó, pero él colocó uno de estos insectos rastreros en un en­vase de vidrio con agujeros en la ta­pa; y un buen día ambos contempla­ron maravillados ese pequeño mi­lagro de la naturaleza, cuando den­tro del vidrio, encima de la crisálida abierta y vacía, se movía una linda mariposa de alas amarillas.

Desde entonces la niña sintió un gusto especial en observar las ma­riposas, fascinada por la misteriosa transformación de las desagradables orugas en delicadas joyas voladoras. Escudriñaba los arbustos hasta en­contrar las crisálidas y las visitaba todos los días, deseosa por asistir a la “salida” de cada una de ellas. Pe­ro nunca supo llegar en el momen­to exacto.

Un día tuvo la sorpresa de descu­brir un capullo adherido al tallo de una flor en la jardinera justo bajo su ventana. “¡Qué bueno! ¡Aquí mis­mo! ¡A ésta la podré seguir de cer­ca todas las mañanas sin salir de mi cuarto!” Con esa ilusión se levanta­ba todos los días un poco más tem­prano, siguiendo atentamente el de­sarrollo de “su” futura mariposa. Y una soleada mañana de domingo, cumplido el plazo, el pequeño insec­to rompió el capullo y empezó a es­forzarse por abandonar la cáscara. Todo pasaba bajo la mirada anhe­lante de Anita, que no perdía detalle del “gran acontecimiento”.

–¡Por fin voy a ver salir una mari­posa!

El animalito, sin embargo, pese al esfuerzo tenaz sólo ganaba unos cuantos milímetros en su intento. Había momentos en que se detenía, exhausto, para luego reanudar su em­peño. “¡No puede salir! ¿Qué le pa­sará?”, se preguntaba Anita.

De repente, el insecto se detuvo como derrotado, y la afligida niña, creyéndolo moribundo, se decidió a intervenir. Tomó una tijerita y cortó cuidadosamente la delicada crisáli­da. El insecto pudo salir entonces sin mayores problemas.

El sol as­cendía lenta­mente. Anita esperaba con ansias que las alas de la ma­riposa, dobla­das y arrugadas, se fueran alisan­do y extendien­do. Pero no. Pasa­do un lapso con­siderable de tiempo tuvo que bajar corriendo a desayunar, comió rápida­mente y volvió al cuarto, pa­ra verificar decepcionada que “su” mariposa sólo se había movido de un tallo a otro, mientras sus alas se­guían tristemente plegadas…

Poco más tarde llegó su hermano, y ella le contó lo sucedido.

–¿No lo sabías? Justamente el esfuerzo del insecto por salir del ca­pullo es lo que impulsa la sangre a las alas, forzándolas a abrirse. Al comienzo las alas están mojadas y flexibles, pero después de secarse quedan rígidas. Como tu mariposa no hizo ese esfuerzo, no le crecie­ron las alas, y ahora que ya se se­caron…

–¿O sea que nunca volará?– inte­rrumpió la asustada niña.

–No. Nunca volará.

Anita estalló en lágrimas y su her­mano se alejó meneando la cabeza y refunfuñando: “¡Estas cosas de mu­jeres…!” De hecho, el pobre insec­to deambuló algunos días en la jardi­nera y desapareció. Si cayó al jardín o fue sorprendido por algún pájaro, nadie lo pudo saber.

* * *

Algunos días después la abuela vino de visita. Anita le contó la tris­te historia de la mariposa y también sus dudas sobre la bondad de Dios, que podría resolver fácilmente los problemas de todos pero no parecía querer hacerlo.

–¡Pero si una cosa explica la otra! –exclamó la buena anciana, abra­zándola – Me preguntas por qué Dios parece no querer ayudar a la gente… Es que así les permite su­frir un poco, que se esfuercen y re­cen para obligar sus “alas” a abrir­se, como las mariposas. Quienes huyen siempre de los sufrimientos y no se esfuerzan en vencer las di­ficultades se quedan como maripo­sas sin alas, arrastrándose por la vi­da.

–¡Ah, ya entiendo…!

–Y Dios, en su sabiduría, permi­tió que tu pobre bichito se queda­ra sin volar para enseñarte una gran lección a ti, Anita, a quien ama más que todas las mariposas del mundo. Cuando tengas sufrimientos y difi­cultades que vencer, ya sea en la ca­sa o en el colegio, acuérdate de la mariposa: Dios quiere que pasemos por eso para tener alas grandes y bonitas con que volar a lo largo de nuestras vidas.

–¡Claro! Dios sabe lo que hace. Nunca más me quejaré de la vida– concluyó la niña, entendiendo bien las sabias palabras de la abuela.

–Y no llores más por tu maripo­sa. En el Paraíso, Jesús tiene otras mucho más bonitas que mostrarte. ¿Quién sabe si allá la vuelves a en­contrar?

Anita entonces, ya consolada de su pena, miró al jardín y susurró con tierna inocencia: “Adiós mariposita mía. ¡Hasta el Paraíso!”

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