lunes, 31 de enero de 2011

La leyenda del Barrilito - cuentos para niños

Cuenta una antigua leyenda que en los confines de Normandía habitaba un arrogante caballero, cuyo nombre causaba terror en toda la región. De gran estatura y bello porte, era vanidoso, desleal y cruel, no temiendo ni a Dios ni a los hombres.
No hacía ayuno ni abstinencia, no asistía a Misa ni oía sermones, no se conocía hombre tan malo como él.

—Preparad para el almuerzo el jabalí que ayer cacé— gritó a sus cocineros un Viernes Santo.
Oyendo esto sus vasallos exclamaron:
—Señor, hoy todos ayunan... ¿Y Vos queréis comer carne? Creednos, Dios terminará por castigaros.
—Hasta que eso ocurra, habré robado y ahorcado a mucha gente— respondió.
—¿Estáis seguro que Dios soportará esas ofensas?
Deberíais arrepentiros sin demora, señor. En un bosque vecino habita un monje, varón de gran santidad.
Vamos hasta allá y confesémonos —insistieron los vasallos.
—¿Confesarme? ¿Yo? ¡Jamás! — respondió con desprecio el caballero.
—Venid al menos a hacernos compañía.
—Para divertirme, concedo. Pero por Dios, nada haré.

Y pusiéronse en camino. En medio del bosque solitario y quieto, encontraron en la ermita al santo varón. Todos entraron y se confesaron, el hidalgo ateo ni se apeó del caballo. Avisado por los penitentes, el eremita salió al encuentro de ese orgulloso, que permaneció montado, diciéndole:
—Sed bienvenido señor. Visto que sois caballero, debéis ser cortés. Desmontad y venid a hablar conmigo.
—¿Hablar con vos? ¿Por qué diablos? Estoy con prisa.
—Entrad y conoced mi capilla y mi morada.
Muy a contragusto y rezongando, el caballero se apeó. El monje lo tomó por el brazo, lo condujo delante del altar y le dijo:
—Señor, matadme, si quisieres, pero de aquí no saldréis sin antes confesaros.
—¡No contaré nada! No sé que me impide mataros.
—Hermano, decidme un solo pecado. Dios os ayudará a confesar los demás...
—¡Diablos! ¿No me daréis sosiego? Lo haré, pero de nada, de nada me arrepentiré.
Y con gran arrogancia contó de un solo lance todos sus numerosos pecados.
—Señor, por lo menos sujetaos a una penitencia
—dijo el santo monje.
—¿Qué? ¿Penitencia?
¿Os burláis de mí? —vociferó furioso el caballero.
—Ayunaréis todos los Viernes durante tres años.
—¡Tres años! Estás loco. ¡Jamás!
—Entonces, un mes.
—Tampoco.
—Iréis a una iglesia y diréis allí un Padre Nuestro y un Ave María.
—Para mí sería molesto, y además tiempo perdido.
—Entonces, ya que sois tan arrogante y os halláis tan grande y poderoso, por lo menos cogeréis este barrilito, lo llenaréis en el arroyo próximo y me lo traeréis de regreso.
—Bien, esto no me cuesta nada, y, para librarme de vos, concedo.

Salió pues el caballero en dirección al riachuelo y de un solo golpe hundió en el agua el barrilito. Entretanto, en éste no entró ni siquiera una gota... Intentó nuevamente, de una forma y de otra... ¡Nada!
Intrigado y rechinando los dientes de rabia, volvió a la ermita y reclamó:
—¡Barril embrujado! ¡No consigo meterle ni una gota de agua! —¡Señor, que triste estado es el vuestro! Un niño lo habría traído desbordando... Esto es una señal de Dios, por causa de vuestros pecados – dijo el monje. — Pues yo os juro que no regresaré a mi castillo en cuanto no llene este barril, aunque tenga que darle la vuelta al mundo. ¡Y en esto empeño mi palabra! Y así partió el caballero con el barrilito, llevando sólo la ropa que tenía puesta. En todos los pozos y fuentes, cascadas y ríos, lagos y mares, experimentaba llenar el pequeño tonel, pero siempre en vano. Caminando sin cesar por planicies y montañas, con frío o calor, recorrió muchos países. Harapiento y sucio, curtido por el sol, obligado a mendigar, sufrió hambre, insultos y burlas, pues muchos desconfiaban de él. Su cuerpo se iba agotando y el barrilito le pesaba enormemente, amarrado al cuello. Después de dos años de intentos fallidos, decidió volver a la Ermita, donde por fin llegó, exactamente el Viernes Santo. El monje no reconociéndolo, preguntó:
—Querido hermano, ¿quién os dio este barrilito? Hace dos años lo entregué a un bello caballero, que nunca regresó. No sé si aún vive.
—¡Ese caballero soy yo y este es el estado en que
me colocasteis! —respondió lleno de cólera el
desgreñado andariego, que contó a continuación
sus desventuras.
El santo hombre se indignó ante tanta dureza
de corazón y exclamó:
—¡Vos sois el peor de los hombres! Un perro
o cualquier otro animal habría llenado el barril. ¡Ah!
Bien veo que Dios no aceptó vuestra
penitencia, porque no os arrepentisteis.
Y, poniéndose a llorar, rogó a la Santísima Virgen
que intercediese por aquel pecador empedernido.
En cuanto el monje sollozaba en su larga oración,
el caballero, quieto, fue tocado por la gracia. Su duro
corazón se conmovió. Los ojos se le turbaron.
Una gruesa lágrima rodó por la mejilla reseca, cayendo en el barrilito, que traía amarrado al cuello.
¡Y esta única lágrima fue suficiente para llenarlo hasta el borde! Sinceramente arrepentido, pidió confesión.
El monje, maravillado, lo abrazó con lágrimas de alegría. Reconciliado con Dios, el caballero volvió a su castillo y llevó una santa vida a partir de ese día, siendo ejemplar para todos sus siervos y los habitantes de la región. Y quedó conocido como el caballero del barrilito.

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