Redacción (Martes, 21-08-2012, Gaudium Press) "Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). En todos los tiempos esas palabras de Nuestro Señor Jesucristo se hacen actuales, pues todo hombre tiene en sí un sentido que lo lleva a buscar la felicidad y la estabilidad propia de la vida. ¿Pero será que todos los hombres encuentran lo que ambicionan?
Para aquel que cree en Dios y en Jesús, la respuesta saltaría a los ojos en una única pincelada. Se diría que esta constante perplejidad humana estaría solucionada, para todos aquellos que saben buscar a Nuestro Señor Jesucristo.
Entretanto, ¿cómo encontrarlo una vez que Él, después de haber cumplido el plan redentor en la cruz y de haber resucitado al tercer día, subió a los cielos para sentarse a la derecha del Padre? ¿Cómo sería posible tener una convivencia con tan gran Maestro que andaba por Galilea curando a los enfermos, perdonando a los pecadores y enseñando a las multitudes, y pedirle un consejo, una ayuda, un perdón? ¿Dónde estará Él? ¿Por qué camino seguir a fin de encontrar a Cristo Jesús?
Si leemos atentamente los evangelios, podremos encontrar un vestigio que nos permitirá solucionar los problemas arriba expuestos. San Mateo, San Marcos y San Lucas nos narran un episodio importantísimo de la vida de Nuestro Señor Jesucristo: la última cena. En la perspectiva de su pasión y muerte, Cristo instituyó la Sagrada Eucaristía para fortificar a los apóstoles, y de ese modo enseñarlos a enfrentar las innúmeras dificultades por las cuales deberían pasar. No solo la Eucaristía serviría para aquellos trágicos instantes que antecedían a su pasión, sino también sería utilizada después, por los propios apóstoles, en todas las dificultades y necesidades que ellos tendrían que enfrentar. Por tanto, los apóstoles contaron con un gran consuelo para la edificación del Reino de Dios y la predicación de la Buena Nueva: el propio Cristo, en cuerpo, sangre, alma y divinidad, presente y velado en las especies de pan y vino.
Fue por medio de ese alimento que Nuestro Señor Jesucristo pudo dar continuidad a su obra; prolongar su permanencia en esta tierra y ayudar a todos aquellos que están en alguna aflicción y que desean un contacto personal con Él.
¿Pero por qué fue este medio que Cristo escogió para quedarse entre nosotros?
El gran obispo de Hipona, San Agustín, nos da una explicación. Dice él que todo hombre es capaz de percibir la verdad y la vida, pero no encuentra por sí el camino que conduce a ellas. Fue solamente el Verbo de Dios que se tornó el camino cuando se revistió de nuestra naturaleza. Por eso Él quiso quedarse con los hombres, antes de subir a los cielos, como camino accesible a la Verdad y la Vida, que es la Santísima Eucaristía.
Además, todos saben que cuanto más un discípulo se relaciona con su maestro, más él lo conoce, más él lo ama y más él adquiere su espíritu y su mentalidad. Y en la medida en que se siente semejante al maestro se siente feliz, pues percibe que está cumpliendo su finalidad que es de estudiar y aprender lo que su maestro le instruyó. Del mismo modo sucede con una persona que recibe a Cristo sacramentado: Cuanto más lo recibe, más lo conoce, lo ama y adquiere su espíritu, porque, por medio de ese alimento celestial, se relaciona con Dios, autor de todas las cosas creadas y todas las verdades eternas. Por tanto, la persona se asemejará a Él y cumplirá así su finalidad terrenal que es amar, alabar y servir a Dios con todo su entendimiento y toda su voluntad.
¿Cuántos Santos a lo largo de la historia no tuvieron una experiencia de eso en la convivencia Eucarística? Basta leer sus vidas, y de ellas concluir que la felicidad de ellos consistió en amar a Dios sobre todas las cosas. Por eso ellos eran felices, pues cumplían el precepto dejado por el propio Cristo: "aquel que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6,57). En la permanencia de ese amor, ellos encontraron el reposo de sus almas y por eso no se preocupaban más con esta vida pasajera y terrenal, pues "aquel que va al encuentro del alimento de los Ángeles no tendrá más hambre, y aquel que cree en él no tendrá más sed"(Cf. Jn 6,35).
Por tanto, si queremos encontrar la verdadera felicidad, debemos seguir el camino dejado por el Divino Maestro en la última cena: la Eucaristía. En ella está contenido el rumbo que debemos tomar para ganar el cielo; la verdad que nos aconsejará y nos servirá de sustento en las adversidades de esta vida; y por último el alimento que nos llevará a la conquista de la vida eterna en la unión plena con Dios. Es lo que prescribió, por así decir, el Divino Maestro al afirmar: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Acerquémonos a ese alimento saludable dejado por el propio Cristo, que nos conduce a la vida eterna; nos sustenta y nos trae la verdadera felicidad.
Por Raphaël Six
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