Altos Montes era un pequeño pueblo cuyos habitantes eran tranquilos, amigables, y donde todos se conocían y se consideraban como una gran familia.
Allí vivía Sebastián, el hijo de doña Nair, la costurera más famosa de la región, quien prestaba sus servicios a ricos y pobres, siendo un modelo de mujer honrada y trabajadora.
Enviudó muy pronto, pero, sin dejarse abatir por las dificultades, consiguió criar los cinco hijos que la Providencia le concediera.
Sebastián, el mayor de ellos, pronto empezó a ayudar a su madre en el sustento de la familia, trabajando como agricultor. Pero el joven tenía un gran defecto: era impulsivo y colérico.
Este fue el motivo de la gran tragedia que se abatió sobre él.
Una tarde, al final de la jornada, mientras limpiaba las azadas y las hoces para guardarlas en el almacén, tuvo una discusión con un compañero.
En un impulso violento, sin pensar, descargó un duro golpe con la azada a su amigo, dejándolo herido, casi de muerte. Cuando se dió cuenta de lo que acababa de hacer, huyó lleno de miedo, arrepentido de su acto salvaje.
Socorrido rápidamente, el joven herido escapó con vida, pero... quedó inválido. El golpe le había afectado la columna. Como personas pacíficas que nunca habían visto ese grado de violencia, todos los vecinos se levantaron contra Sebastián. Así, fue arrestado y exiliado a un país lejano.
Allí, el joven desterrado buscaba un empleo, pero siempre era recibido con recelo, y no conseguía nada.
Contrito, rezaba a la Santísima Virgen, consoladora de los afligidos, como le había enseñado su madre, pero sus oraciones le daban la impresión de caer en el vacío: parecía que la Divina Providencia hacía oídos sordos a sus súplicas, debido al horrible crimen que cometiera.
El tiempo pasaba y, sin medios para sobrevivir, quedó trasformado en un harapiento, de aspecto aterrador.
Esto sólo hacía que la gente se apartase cada vez más de él. No tuvo otra opción que pedir limosna para no morir de hambre. Iba de pueblo en pueblo pidiendo alimentos, ropa usada, un lugar donde pasar la noche.
Después de muchos años con esta vida, llegó a una gran ciudad, donde divisó, en la plaza principal, la imponente Catedral. No se atrevió a entrar.
Se sentó a la puerta y se puso a pedir limosna a todos los que pasaban.
¡Cuántos recuerdos de su casa, de su familia! ¿Qué les habría sucedido a todos ellos? ¿Se habrían casado sus hermanos? ¿Viviría su madre?
Las limosnas ahí eran más abundantes, y Sebastián pudo mejorar su apariencia. Consiguió un empleo de jardinero, gracias a la protección de doña Adelaida, la esposa del alcalde.
Muy agradecido, comenzó a acompañarla a Misa todos los días. La señora lo presentó al párroco, que lo recibió con gran afecto. Sebastián hizo una buena confesión, pues su temperamento colérico ya se había amansado con la desgracia.
En la fiesta del Buen Pastor, el padre predicó sobre la gran misericordia de Nuestro Señor recordando varias de sus parábolas, entre ellas, la del “hijo pródigo”, para así demostrar el amor de Dios por los pecadores y su deseo de perdonarlos.
Sebastián se sintió conmovido hasta llorar. Pensó: “Nuestro Señor, como un padre, ya me ha perdonado.
Sin embargo, ¿tendré todavía una madre que me espere y me reciba a mi vuelta?”
Decidió regresar a la casa materna.
El sacerdote lo bendijo y doña Adelaida le ofreció los medios necesarios para emprender el viaje.
Al llegar a su pueblo natal, Sebastián no creía lo que estaba viendo. El pequeño lugarejo había crecido. Muchas casas no las reconocía. Pero la campana de la parroquia siempre le sería familiar. ¡Era su tierra, su casa!
Caminando por las calles, se encontró con algunos compañeros de la infancia. Trató de saludarlos, pero lo esquivaban. Vió a algunos niños que jugaban en la pequeña plaza del colegio, antaño tan frecuentada por él, pero ellos se alejaban, acordándose de la recomendación materna de no hablar con extraños.
Más tarde, en el colmado, vio un viejo agricultor, era su antiguo patrón.
Le extendió la mano, pero éste, desconfiado, se desvió y siguió su camino.
¡Todos lo rechazaban!
Al observar la terraza de una hermosa casa, reconoció en ella a su hermano Fernando y le gritó alegremente:
— ¡Fernando, soy tu hermano, Sebastián!
Pero éste, no lo reconoció, se dio la vuelta y entró en la casa.
Abatido y humillado, el pobre hombre no entendía lo que estaba sucediendo. ¿Sería que su rostro cansado, sus cabellos encanecidos y su apariencia sufrida le hacían irreconocible?
¿O que la memoria de su delito era tal que nadie quería volver a verlo?
Por último, llegó a la casa de su infancia, donde su anciana madre estaba sentada en el umbral de la puerta haciendo croché, y acompañada por un viejo perro ya sin vitalidad.
Parecía estar esperando una visita, pues su mirada se perdía en el camino.
“Ella seguro que me reconocerá... Pero, ¿no tendrá la misma reacción de todos los demás?” —Pensó.
Temiendo una nueva y suprema decepción, se acercó lentamente. Si ella también lo rechazaba, sería el final: todas las esperanzas de regeneración desaparecerían, todas las palabras del sacerdote sobre la misericordia le parecerían vanas. Pero una pizca de confianza le hizo aproximarse más. Al verlo, se levantó con los brazos abiertos y exclamó:
— ¡Oh mi Dios! ¿Eres tú, Sebastian? ¡Mi hijo, has vuelto!
Abrazándolo tiernamente, entre lágrimas, la madre lo llevó al interior de la casa y desde ese momento le ayudó a empezar una nueva vida, rehabilitándolo delante de sus hermanos y de aquellos que todavía lo consideraban un criminal.
* * *
Si las madres de esta tierra reciben con tanta ternura y amor a un hijo que regresa a casa, ¿cómo procederá esa Madre, modelo de cariño, llamada María, con los hijos que a Ella recurren? ¡En sus brazos maternos siempre encontraremos refugio, consuelo y fortaleza para entrar a la casa del Padre!
viernes, 10 de diciembre de 2010
Amor Materno
Etiquetas: heraldos del evangelio, uruguay
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