sábado, 21 de enero de 2012

Comiendo un helado de frutos del bosque…

Foto:Ulterior EpicureBogotá (Viernes, 20-01-2012, Gaudium Press) Qué pequeñez la del ser humano. Nace más débil y necesitado de los cuidados maternos que cualquier otra de las especies mamíferas. Y aun habiendo desarrollado todas sus potencialidades físicas, le es imprescindible vivir en comunidad, pues requiere de las labores de sus semejantes para su subsistencia. "Robinsons Crusoes" no existen muchos, bien probablemente ninguno.

Al mismo tiempo su alma espiritual nos habla de su grandeza. "El entendimiento, en sentido pasivo, es tal porque viene a ser todas las cosas", dice Aristóteles en Del Alma (lib.3, cap.8). El hombre puede indagar por las esencias de todo, desde un colibrí hasta un árbol, de un león hasta cualquier ser humano, y en ese sentido el alma lo puede ser todo, y así, el alma es potencialmente e intencionalmente todo.

Y sobre todo, el hombre tiene una apetencia del mayor de todos los bienes, del Bien Infinito; sus tendencias más profundas solo se sacian con el infinito. El drogadicto busca en el placer de su vicio el goce infinito, por eso quiere más y más. El romántico quiere un relacionamiento que le brinde una estima, un afecto infinitos. El santo busca que con la virtud esté en su alma presente Dios infinito. Tenemos sed de infinito, estamos "encadenados" al infinito.

Es claro que esta sed sólo será aplacada plenamente en el cielo: "Esa será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él y él será hijo para mí", dice el Apocalipsis.

Y entonces ¿qué hacemos aquí en la tierra? ¿Sólo esperar el cielo? No es esperar, es luchar por él: "Desde los días de Juan Bautista hasta ahora el Reino de Dios es cosa que se conquista, y los más decididos son los que se adueñan de él" (Mt 11, 12).

Entretanto, son múltiples los momentos de felicidad que tenemos aquí en la tierra y muchos de ellos relacionados con las criaturas, con las cosas creadas. Por ejemplo, un rico helado de frutos del bosque, es algo que a quien agrada da una sencilla, serena y casta felicidad. Pero, si creyendo que la felicidad infinita la hallaré en los helados-frutos del bosque, me empalago día tras día en ellos, además de sobrepeso, y tal vez diabetes, lo único que conseguiré será hastío, y una helado-fobia.

El amor a Dios y el amor a las creaturas

La conclusión sin matices ahí sería: aléjate de las criaturas, porque ellas no te llevan al Creador. Y eso es mentira. Cuando Dios terminó la obra de la creación vio que todo era bueno, nos dice el Génesis. Si era bueno era también bello. Y quien habla de bondad y belleza, habla de reflejos de la Bondad y la Belleza del Creador, por medio de los cuáles podemos remontarnos hasta el Absoluto.

Decía Plinio Correa de Oliveira que quien ama el ser, es decir, a los individuos y las cosas por donde ellas legítimamente pueden ser amadas, quien sabe que Dios existe y que todo debe reportarse a Dios, amando las criaturas ya practica un acto de amor de Dios. Es decir, los actos de amor a Dios y a las criaturas no son tan diversos cuanto habitualmente se cree.

El problema es cuando creemos que las criaturas son Dios. O peor, cuando queremos encontrar en el relacionamiento con una criatura o con unas criaturas la felicidad que solo nos reportará la posesión de Dios en el cielo.

Pero si ahora degusto con templanza mi helado de frutos del bosque, si más adelante contemplo encantado y con desinterés pero también con deleite un bello atardecer, si después admiro las cualidades que brillan en una persona especial, si admiro esos dones en sí mismos y no en cuanto me pueden proporcionar placer, estaré practicando actos de amor de Dios. Y esos actos me traerán felicidad verdadera, profunda, espiritual, pre-figurativa de la felicidad celestial.

Esos actos de amor de Dios en las criaturas me proporcionarán fuerza para enfrentar las luchas, porque aquí en esta tierra siempre habrá luchas. Y esa vía de amor de Dios tampoco nos dispensa de usar los recursos a los sacramentos y a la oración, grandísimos regalos del Creador.

Entre las cosas creadas, las más perfectas son las que más hablan de Dios. Admirando lo más perfecto, nos vamos ya aquí en la tierra tornando habitantes de la Patria Celestial.

Por Saúl Castiblanco

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