martes, 9 de marzo de 2010

El verdugo de San Dionisio - cuentos para niños

¡Que la paz sea contigo!.
Con esta frase, Laercia despertó a su esposo, el rubio y gigantesco Tubaldo, que abandonó su cama rezongando, porque esa clase de saludos no eran de su agrado.
¡Bah! ¿Quién piensa perturbar la paz? Harías mejor si recurrieres a Wotan (el dios de los germanos) para hacerme ganar unas buenas monedas hoy en la feria.

Entristecida por la áspera reacción de su marido, Laercia se apuro en servirle la comida matinal: Cuatro truchas en mantequilla, dos rebanadas de hígado de cerdo, un plato de patatas asadas, quesos de leche de cabra y gruesas rodajas de pan.

-- ¡Una hermosa mañana! Hoy habrá mucha gente en la feria de Lutecia, y me dijeron que el Magistrado Fescemio realizara un juicio--- comentó mientras comía.

--¿Quién será juzgado?—pregunto Laercia con inquietud.

--¡No faltan malhechores en Lutecia! Pero bueno, tal vez sean juzgados algunos más de esos cristianos...

-- ¿Cristianos? ¡Que mal hacen ellos?

-- Se niegan a sacrificar a los dioses.
respondió Tubaldo

-- ¿Pero por qué no pueden permanecer fieles a su Dios?

-- ¿Y qué mal les hace echar unos granos de incienso a Júpiter o Mercurio? Yo lo hago y sin embargo Wotan, que es mi dios, no le importa eso...

Tubaldo abrazo a su esposa y salió. Tenía que apresurarse, porque estaba atrasado. Una vez a solas, Laercia fue a un rincón de la sala para arrodillarse frente a una columna en la que había una tosca imagen esculpida. Sin que su marido lo supiere ella era cristiana.

La feria de Lutecia

Tubaldo caminaba rápido, porque tenía que recorrer hasta Lutecia. Cuando llego, la enorme plaza frente al templo de Mercurio (dios del comercio) estaba llena de feriantes, compradores y curiosos.
¡Era la feria mas increíble que nos podamos imaginar!. Ahí había domadores de osos entremezclados con vendedores de toda clase de objetos, malabaristas, cantores, bailarines, hechiceros, adivinos, pitonisas. Todos gritando al mismo tiempo para captar la atención de los eventuales compradores.
Tubaldo se enfureció porque había llegado tarde y no encontraba lugar alguno para ejercer sus habilidades. Pero su amigo Bela, el domador de osos, le había guardado un buen espacio junto al primer peldaño de las escalinatas del templo. ¡Mejor sitio no podía encontrar!

La profesión de Tubaldo.

Contento y animado con la perspectiva de un día lucrativo, el gigante rubio anunció el comienzo de su espectáculo. Mientras al lado Bela hacía bailar a sus osos amaestrados, Tubaldo...tragaba espadas. Así es, era un tragaespadas de gran renombre en Lutecia y en toda la región.
Apenas terminaba de tragar las primeras, cuando varias monedas eran arrojadas sobre su manto entendido. En pocas horas pudo recaudar una considerable suma.

Todo parecía ir cada vez mejor cuando... el vibrante sonido de las trompetas anunció la llegada del Magistrado Fescemio. Deteniéndose ante la escalinata del templo, observó por unos instantes al gigante rubio parado al frente suyo.

-- ¡Hum, un hombre grande este!
Masculló de mala gana.

-- Es el que traga cuchillos y espadas.
¿Le gustaría verlo trabajar? Pregunto un funcionario.

Fascemio accedió.

Tubaldo hizo una demostración de su arte. Espadas romanas, sables dacios, espadas germánicas, todo desaparecía en su prodigiosa garganta. Como retribución, una lluvia de monedas cayó sobre su manto, dejándolo radiante de alegría.

El martirio de San Dionisio

Fescemio subió a la escalinata del templo y se sentó al lado del altar portátil del dios Mercurio, sobre el que ardía un fuego de madera aromática. A una señal suya, la multitud guardó silencio.
Un oficial de voz potente leyó el decreto del Emperador, determinando la eliminación de todos los cristianos del territorio de Lutecia.
Los guardias hicieron salir a tres hombres cargados de cadenas desde el templo, donde estaban presos. Dos de ellos, ricamente vestidos, eran personajes importantes de la ciudad. El tercero, un anciano flaco y erecto, de barba blanca, vestía una larga túnica de lino. Era el obispo Dionisio.
Los dos primeros, aunque cristianos sinceros, flaquearon. Para salvar esta vida efímera y conservar las riquezas terrenales, quemaron incienso al ídolo y se retiraron cargados de remordimiento.

Llego el turno del obispo.
Calmo y recogido, clavando lejos su límpida mirada, parecía no oír siquiera los repetidos gritos del magistrado, ordenándole hacer sacrificio al ídolo.
Enfurecido, Fescemio dio un espantoso grito:
¡Sacrifica! ¡Si no morirás inmediatamente y todos tus bienes serán confiscados!

-- ¡Soy cristiano! No haré sacrificios a los falsos dioses. Moriré con alegría confesando el nombre de Jesucristo. En cuanto a mis bienes, como no son de este mundo, no los podrás confiscar. Le respondió Dionisio.

Volviéndose a los guardias, Fescemio ordenó ejecutar en el mismo lugar al venerable anciano, que permanecía de pie en lo alto de la escalinata, mientras todos se agitaban en torno a él debido a un hecho imprevisto: el verdugo también era cristiano... ¡y había escapado para no verse obligado a decapitar a su obispo!

Enfurecido en extremo, el alto magistrado buscaba un sustituto para la infausta tarea, pero todos le evitaban. Por fin su mirada se posó sobre Tubaldo:

-- Tú que tragas espadas, ¿Sabes hacer uso de ellas?
-- No es mi oficio, señor—respondió.
--¿Qué importa? ¡Es una orden!
-- Soy un hombre libre.

Rojo de cólera, Fescemio gritó a los guardias:
-- ¡Tomen a ese perro, y si no me obedece, cuélguenlo en el primer árbol y mátenlo a golpes de lanza!

Los guardias se precipitaron sobre Tubaldo y lo arrastraron hasta lo alto de la escalinata. De pronto sentía en su contra todo el formidable poder del Imperio Romano. Le parecía estar en una pesadilla. Veía la fisionomía de miedo de su esposa, miraba al respetable anciano con la cabeza sobre el cepo de madera, sentía la furia de Fescemio... Pero si no lo mataba, ¡sería él mismo quien moriría!

Una voz encolerizada hizo que los guardias los rodearan con sus lanzas, listos para descargar los golpes mortales si no cumplía inmediatamente la orden recibida. Tubaldo dio entonces un golpe fatal. Con los ojos desencajados vio brotar, mientras rodaba por el piso la cabeza del mártir.

-- ¡Ahí tienes pata ti!—dijo Fescemio, lanzándole una bolsa llena de monedas.


Conversión de Tubaldo.


El verdugo improvisado no recogió la bolsa. Soltó la espada y se puso a correr, deteniéndose tan solo cuando llego a su casa. Allá cayó de rodillas, con las manos aun en sangre.

--¡Mate a un Justo!, ¡Mate a un santo!

Cuando su esposa logró calmarlo por fin, muy conmovido Tubaldo se lo contó todo. Hasta avanzadas horas de la noche el infeliz continuaba lamentándose:

-- ¡Mate a un Justo! ¡Seré castigado!

De pronto se dejo oír una suave y dulce melodía llegada de afuera. Admirados, los dos se acercaron a la ventana y vieron a lo lejos que una tenue luz venía en dirección a la casa. Para sorpresa de Laercia, su esposo palideció, dio un paso atrás y grito:

-- ¡Es él!! Seré castigado!

Lo que ocurría era terrible y maravilloso a la vez. Una figura humana rodeada de luz avanzaba por el campo. Aproximándose a la casa, sin que nadie le abriera la puerta entró en la sala, que se iluminó repentinamente.
Los dos cayeron de rodillas.
Frente a ellos estaba de pie el cuerpo del obispo Dionisio, sujetando en las manos su cabeza mutilada, con los ojos cerrados como en un profundo sueño. Entonces, sus labios se abrieron y pronunciaron estas palabras:

-- ¡Tubaldo, yo te perdono!!

El obispo dio algunos pasos más, depositó su cabeza al pie de la columna que servía de oratorio a Laercia, y finalmente se tendió como un muerto.
En ese mismo instante resonó en la vivienda una alegre melodía. Dirigiéndose a su esposa, conmovido su esposo dijo:

-- ¡Yo también quiero ser cristiano!!
-- Hace mucho tiempo que soy cristiana, y recé tanto por tu conversión!! -- Exclamó Laercia, desbordante de emoción y de alegría.

Ambos se apresuraron a enterrar en su propia casa al obispo mártir.

El año 650, el rey Dagoberto hizo construir en ese lugar una basílica llamada Saint Denis (San Dionisio). La colina donde le cortaron la cabeza recibió el nombre de “Le Mont des Martyres”, actual Montmartre de París.

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