Redacción (Lunes, 14-10-2013, Gaudium Press) Habiendo llegado Nuestro Señor a los treinta años, dio inicio a su vida pública, en la cual se presentó como Enviado del Padre, Mesías prometido e Hijo de Dios. Todo eso Él lo probó magistralmente, con su doctrina y con los varios milagros que quedaron registrados en las páginas de los Evangelios.
En el Evangelio de San Marcos, después de pronunciar el gran Sermón de la Montaña -un verdadero ejemplo de la grandeza, sublimidad y novedad de la doctrina enseñada por Él-, encontramos un pequeño pasaje en el cual Nuestro Señor nos dice: "No juzguéis que vine a abolir la ley o los profetas. No vine para abolirlos, sino para llevarlos a la perfección". (5, 17). Ahora, solo puede llevar la ley y los profetas a la perfección quien es un Dios.
En el Evangelio de San Marcos, después de pronunciar el gran Sermón de la Montaña -un verdadero ejemplo de la grandeza, sublimidad y novedad de la doctrina enseñada por Él-, encontramos un pequeño pasaje en el cual Nuestro Señor nos dice: "No juzguéis que vine a abolir la ley o los profetas. No vine para abolirlos, sino para llevarlos a la perfección". (5, 17). Ahora, solo puede llevar la ley y los profetas a la perfección quien es un Dios.
Ya en el Evangelio de San Juan, Él mismo se proclama la "Luz del Mundo" (8, 12), "el Camino, la Verdad y la Vida" (14, 6). Y en otro pasaje dice que "Conmigo está el Padre que me envió" (8, 16). Como nos explica Bartmann:
"Indudablemente muchísimas veces dice Jesús haber sido mandado por el Padre, pero, por causa de su unidad con el Padre, viene y habla también en el propio nombre, invocando la propia dignidad y autoridad. Lo que dice, Él lo ve y siente en la divinidad. Su doctrina no se deriva de la fe recibida de alguien que está más alto, tampoco es recibida y descubierta con la reflexión; mas viene de Dios, por inmediata visión de su esencia. Él atrae la propia fuente interior. ‘Nosotros hablamos de lo que sabemos y testimoniamos lo que hemos visto' (Jn 3, 11). El profeta dice: Así habla el Señor; pero Cristo: ‘Yo os digo...' ‘Quien conoce y posee al Hijo conoce y posee al Padre'". (Jn 8, 19; 14, 9). (1962, p. 114)
En medio del barbarismo existente en aquellos pueblos antes de la venida de Nuestro Señor, a fin de mantener el orden en el pueblo electo, encontramos un pasaje, por el cual nos queda claro qué razas existían en aquella época: "Si un hombre hiere a su prójimo, así como hizo, así se le hará a él: fractura por fractura, ojo por ojo y diente por diente; le será hecho lo mismo que él hizo a su prójimo" (Lv 24, 19-20). O sea, el criminal sería punido de manera igual al daño causado a otro; la punición sería equivalente al error cometido. Entretanto, con el adviento de Nuestro Señor a la tierra, en medio a la maravillosa doctrina enseñada por Él, encontramos un pasaje bien diferente de éste:
"Habéis oído que fue dicho: Ojo por ojo, diente por diente. Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y podrás odiar a tu enemigo. Yo, sin embargo, os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, orad por los que os [maltratan y] persiguen. Si amáis solamente a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen así los propios publicanos? Si saludáis apenas a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen esto también los paganos? Por tanto, sed perfectos, así como vuestro Padre celeste es perfecto." (Mc 5, 38. 43-44. 46-48)
Realmente es bien diferente del pasaje del Levítico, pues ahora no sería más "ojo por ojo, diente por diente", sino la nueva ley que Nuestro Señor nos vino a enseñar: el amor al prójimo, y más aún, el amor a la perfección: "Sed perfectos, así como vuestro Padre celeste es perfecto". He ahí otra prueba de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo: quien había revelado los preceptos del Levítico a Moisés fue el propio Dios; y Nuestro Señor sobrepuso a la ley del Levítico - como vimos arriba, la ley de la perfección: solamente un Dios-Hijo puede cambiar las leyes proferidas a Moisés por Dios-Padre.
Todas las palabras salidas de los labios de Jesús eran impregnadas de una sabiduría y de una autoridad sobre-humanas: "¡Jamás hombre alguno habló como este hombre!" (Jn 7, 46). He ahí más una prueba de la divinidad de Nuestro Señor, pues como nos dice Salim "los judíos, que reservaban el apelativo de "rabbi" - maestro, a los escribas que transmitían una doctrina, no lo negaban también a Nuestro Señor Jesucristo. Más que eso, reconocieron en su enseñanza una autoridad incomparable: ‘porque él enseñaba como quien tenía autoridad, y no como los escribas y los fariseos."
Por tanto, Nuestro Señor enseñaba con una autoridad tal que los propios judíos lo reconocieron como rabbi, aun no siendo jurídicamente.
Entretanto, la mayor prueba de su magisterio como Dios hecho Hombre era la perfecta armonía de su doctrina con su vida. Así dice Bartmann:
"Jesús busca inserir su doctrina en la vida de los oyentes e incesantemente los exhorta a realizarla: ‘La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, pues sus obras eran malas. Pero aquel que practica la verdad, viene hacia la luz. Se torna así claro que sus obras son hechas en Dios'. (Jn 3, 19. 21); ‘Si alguien quiere cumplir la voluntad de Dios, distinguirá si mi doctrina es de Dios o si hablo por mí mismo' (Jn 7, 17).
Primero da el ejemplo de perfecta observancia de lo que Él enseña; por eso, invita a los seguidores a aprender, no solamente de sus palabras, sino también de su modo de actuar, de sus acciones: ‘Os di el ejemplo para que, como yo os hice, así hagáis también vosotros'" (Jn 13, 15). (1962, p. 117)
Así, concluimos que la doctrina predicada por los Apóstoles y por la Iglesia no es sino la doctrina enseñada por Nuestro Señor Jesucristo: verdad y santidad. Esa doctrina posee una armonía maravillosa, una belleza, una grandeza, una evidencia siempre crecientes a todos los que a ella se aproximan. Podemos, entonces comprobar que las doctrinas propias del cristianismo, los dogmas, los secretos de la naturaleza divina revelados a la humanidad, no son producidos por ninguna ciencia humana o concepción filosófica, sino tienen una fuente divina; que la pureza de su moral, la sublimidad de los misterios, la dignidad del sacerdocio, la majestad de su culto y de sus ceremonias se levantan tan alto, que si existe una religión verdadera sobre la tierra, esta solo puede ser la Católica, predicada por Jesús de Nazaret, el Verbo hecho carne que habitó entre nosotros. (Cf Jo 1, 14)
Por el P. Felipe Isaac Paschoal Rocha, EP
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
BARTMANN, Bernardo. Teologia Dogmática. São Paulo: Paulinas, 1962. v. 2.
Bíblia Sagrada. 94. ed. São Paulo: Ave-Maria, 1995.
SALIM, Emílio José, Pe. Sciencia e Religião. São Paulo: Escolas Profissionais Salesianas, 1934.
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