viernes, 25 de febrero de 2011

El loro que sabía decir "Ave María" - cuentos para niños

El ambiente alegre y fes­tivo de una antigua feria medieval era contagioso: centenares de personas, adultos, jóvenes y niños, se movían continuamente, hablaban, cantaban, gesticulaban, discutían pre­cios o sencillamente se distraían. ¿Iban a comprar, a comer o sólo a ver nove­dades? Todo eso y algo más. En esas fe­rias se podía encontrar de todo.

En una tienda, un extranjero de larga barba oscura vendía tejidos preciosos de los más variados colo­res; a su lado, un herrero demostra­ba la calidad de sus cuchillos (“¡mírelo, señora, jamás pierde el filo!”); más allá, un gordo y bonachón car­nicero, con el delantal salpicado de manchas de sangre, pesaba un trozo de carne en una balanza de discuti­ble precisión.

En medio de la amalgama de vo­ces e idiomas, de niños que lloraban y de vendedores que pregonaban sus mercaderías, el sonido de toda cla­se de instrumentos llenaba los aires, pues la música nunca faltaba en tales ocasiones.

* * *

Aquel día, entre la muchedum­bre llena con vida y color, caminaba un hombre de barba, edad mediana, baja estatura, un poco calvo y bas­tante delgado. Vestía una ajada tú­nica de color marrón, con una cuer­da atada en la cintura, y parecía muy estimado, ya que casi todos lo salu­daban cordialmente, a lo que él res­pondía del mismo modo. Se detenía a conversar unos instantes con el pa­nadero y metía dos panes en un gran saco que llevaba consigo; poco des­pués tomaba un queso; algunos pa­sos más una docena de manzanas, en otra tienda tres repollos. Pero curio­samente no pagaba un solo centavo a nadie.

¿Cómo explicarlo? Es que el buen hombre, un hermano lego francisca­no conocido como Fray Bartolomé, recolectaba donaciones para su mo­nasterio.

Después de recorrer buena par­te de la feria, y con el saco casi lle­no, fue a despedirse de un antiguo conocido, el viejo Simón. Éste no ofrecía alimentos ni tejidos, pero su tienda estaba siempre llena de gen­te curiosa: vendía aves cantoras y decorativas.

–¡Buen día, Simón! ¿Cuál es la novedad de hoy?

–¡Fray Bartolomé! Por desgra­cia llega tarde… Vendí temprano un hermoso pavo real para la condesa. ¡Qué animal más bonito! Estoy se­guro que hubiera quedado encanta­do de verlo.

Mientras hablaba, el viejo sacaba un lorito del interior de una jaula y lo ponía encima de la mesa. El pá­jaro, sin embargo, se quedó quieto, sin hacer el menor intento de fuga. Parecía atontado, ya que se balan­ceaba de un lado a otro.

–¿Y esta avecita?– preguntó el monje.

–Ah, este loro está muy enfermo, es posible que muera, y yo no tengo paciencia ni tiempo para cuidarlo. Estoy pensando en torcerle el pes­cuezo para que no sufra más.

–¡Oh, no lo haga! ¿Por qué no me lo da?

–Oiga hermano, ya sé que mu­chas veces falta comida en el con­vento, ¿pero ahora quiere cocinar un loro?– preguntó el viejo Simón, sorprendido.

–¡Claro que no! Déme el pajari­to, lo alimentaré y sanaré.

–Claro que sí, hermano, claro que sí. No pierdo nada, hasta me hace un favor si se lo lleva. Aquí lo tiene.

Y le entregó el pájaro enfermo.

* * *

Bajo los cuidados del bondado­so hermano el loro se curó, creció y se cubrió de llamativas plumas nue­vas. Muy pronto además, hacien­do honor a los atributos de su espe­cie, se puso a imitar lo que habla­ban los monjes. El hermano Barto­lomé, animado, comenzó a enseñar­le el Avemaría.

–¿Y ahora qué, hermano? ¿Quie­re catequizar al pajarito?– bromeó un monje.

–Vamos, ¿no le gusta ver al ani­malito repitiendo la Salutación An­gélica?

Decía en voz alta: “¡Ave María!” El pajarito repetía con su “acento” característico: “¡Ave María!”

El Padre guardián del convento, que pasaba por ahí, también sonrió al ver a Fray Bartolomé en sus afa­nes con el ave, y lo previno:

–Cuidado con su “alumno”, her­mano, porque esta tarde Jacques, el halconero, ha bajado al valle.

De hecho, al mirar por la venta­na, Fray Bartolomé pudo verlo en la lejanía. Tenía serias razones para no simpatizar con el halconero Jac­ques sabía que en torno al monas­terio franciscano siempre volaban pájaros de varias especies, atraí­dos por el silencio y la paz de aquel refugio. Así, cuando la caza no era buena en los valles de la región, lle­gaba a las cercanías del convento, seguro de encontrar presas fáciles y desprevenidas en los tejados de los frailes.

Muchas veces Bartolomé había visto perecer las palomas más blan­cas en las garras de los halcones. Pe­ro lo que más le dolía era que Jac­ques fuera un mal cristiano que fre­cuentaba tabernas y escarnecía la fe popular.

El fraile, inmerso en estas cavila­ciones, volvió en sí al oír una voz de alarma:

–¡Cuidado, fray Bartolomé, el lo­ro se escapó!

Al girar sorprendido, el herma­no Bartolomé vio salir al pájaro por la ventana. Alcanzó a gritar, llamándolo, pero ya volaba sobre la copa de los árboles. Era justo el peor momento para huir…

El buen fraile vio a lo lejos un gran halcón, que volando en círculos en busca de alguna presa, súbitamen­te avistó al loro y se precipitó so­bre él como una flecha. En vano el franciscano quiso advertírselo; el pequeño pájaro ni siquiera oía su voz.

Cuando por fin se percató del pe­ligro, era ya demasiado tarde: te­nía al halcón encima. Despavorido, el loro no tuvo sino la reacción ins­tintiva de gritar tan fuerte como po­día:

–¡Ave María!

Cuál no fue la sorpresa de to­dos al ver que, tan pronto como el grito salió del ave aterrorizada, el halcón cayó por tierra, muerto, co­mo si un rayo lo hubiera fulmina­do…

No hay comentarios:

Publicar un comentario