miércoles, 7 de noviembre de 2012

El taumaturgo de Montreal - I Parte

Redacción (Lunes, 05-11-2012, Gaudium Press) Una auspiciosa noticia recorrió inmediatamente toda la villa. "¡El Hermano Andrés está en el barrio visitando a una mujer enferma!".

Las puertas de las casas se abrieron con rapidez, los niños salieron corriendo a su encuentro, familias enteras aparecieron de pronto en la entrada de sus residencias, los enfermos fueron llevados a toda prisa.

Una pequeña multitud se agrupó en torno a aquel hombre menudo, de blancos cabellos y ojos encendidos, que se movía lentamente, con una sonrisa acogedora.

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San Andrés Bessette no llegó a ver finalizado el espléndido santuario construido en lo alto de Mont-Royal.
La cruz que se encuentra sobre la cúpula es el punto más elevado de la ciudad.
Ora se detenía para estrechar con firmeza la mano de un muchacho diciéndole: "No te preocupes que las cosas se van a enderezar"; ora se fijaba más adelante en un anciano preguntándole:
"¿Tienes fe de que San José puede curarte?", y añadía: "¡Ánimo, ten confianza en San José!".
Finalmente, antes de marcharse, le daba a todos un último consejo: "¡Continuad rezando!".

Dentro ya del coche el conductor le comentaba:

- Parece una escena de la vida de Jesús: el pueblo corriendo delante de usted pidiéndole favores y curaciones.

- Quizá... pero aquí Dios se está valiendo ciertamente de un instrumento bastante miserable -le respondió el santo con sencillez.

"Les estoy mandando a un santo"

Alfredo -era éste su nombre de Bautismo- nació en el seno de una familia pobre y numerosa, el 9 de agosto de 1845, en la aldea de Saint-Grégoire d'Iberville, cercana a Montreal. Tenía una salud débil y el dolor le acompañó desde pequeño.

Según narran algunos de sus biógrafos, su acusada devoción a San José tal vez tuviera origen en el hecho de que su padre era carpintero.

Pero, en cualquier caso, la vida de Alfredo estará marcada, ya desde su infancia, por una relación muy especial con el Patriarca de la Iglesia, a quien le construiría el templo más grande del mundo a él dedicado.

Sin embargo, antes tendría que recorrer un largo y sinuoso camino. Intentó ejercer varios oficios, sin éxito, debido a su precaria salud. Con veinte años se fue a Estados Unidos para buscar trabajo en las fábricas textiles de Connecticut, pero regresó poco después, cuando se hizo patente que no tenía fuerzas para esos servicios.

El párroco de su pueblo natal fue quien, al darse cuenta de la virtud, rectitud y constancia del joven, discernió en él una auténtica vocación religiosa y lo encaminó al colegio que la Congregación de la Santa Cruz - fundada en Francia por el Beato Basilio Moreau hacía poco tiempo- tenía en Montreal. "Les estoy mandando a un santo", declaró el sacerdote en la carta de recomendación de aquel candidato sencillo y analfabeto.

La mejor "tarjeta de visita" de la Congregación

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San Andrés Bessette
Alfredo no defraudó aquellas expectativas. Enseguida aprendió a leer y, con su comportamiento ejemplar, ayudó a elevar el padrón del noviciado. La meditación sobre los sufrimientos de Cristo siempre había sido una de las columnas de su espiritualidad. "Si recordáramos que el pecado crucifica nuevamente al Señor, nuestras oraciones serían más adecuadas" 1, afirmaba. No obstante, procuraba sin descanso que sus compañeros estuvieran siempre animados: "Intentad no estar tristes.

Es bueno sonreír un poco...". Cuando se iba acercando el final del noviciado, Alfredo Bessette temía que le fuera denegada la autorización para profesar los votos religiosos, por causa de su débil salud.

Pero tras pedirle al obispo, Mons. Ignacio Bourget, su intercesión, terminó haciéndolo el 22 de agosto de 1872, cambiando el nombre de Bautismo por el de Hermano Andrés.

El superior le encargó el cuidado de la portería del colegio, donde desempeñaba a la perfección sus tareas: mantenía el ambiente con un orden eximio, hacía las veces de cartero y ejecutaba otros tantos menesteres.

Al hablar inglés y francés demostró tener un especial talento en la recepción de las personas y hacerlas sentirse a gusto. Acabó por convertirse en la mejor "tarjeta de visita" de la Congregación.
Al final de su vida acostumbraba decir espirituosamente: "Cuando ingresé en esta comunidad, los superiores me mostraron la puerta y ahí me quedé durante cuarenta años". 2

Numerosas y bien documentadas curaciones

Aproximadamente cinco años después de su entrada en Religión, empezó a manifestarse en él el don de curación. Una vez, se acercó al lecho donde yacía un estudiante con mucha fiebre y le mandó que se fuera a jugar, afirmando que gozaba de perfecta salud. Para sorpresa del médico de guardia, el niño salió sano de la cama.

En otra ocasión, llegó a la portería el padre de un alumno, con cara de preocupación, y el buen hermano le preguntó cuál era su problema. El pobre hombre le explicó que su esposa se había quedado paralítica. "Quizá no esté tan enferma como parece", le dijo el santo. En ese momento, al otro lado de la ciudad, la mujer se levantó y empezó a andar regularmente.

El Hno. Andrés aprovechaba esas curaciones, realizadas siempre de manera discreta, con apariencias de normalidad, para hacer un continuo apostolado: recomendaba la oración perseverante, sugería novenas, "recetaba" la aplicación del aceite de una lamparita que ardía ante una imagen de San José, o bien que llevaran encima una medallita suya, porque decía que "todo eso son actos de amor y de fe, de confianza y de humildad".

Igualmente hacía hincapié en aclarar la verdadera causa de esas sanaciones que le atribuían, pues era el buen Dios quien hacía los milagros y San José quien los conseguía.

"Yo sólo soy el perrito de San José", decía con humildad.3

Otro día, mientras limpiaba el pasillo central del colegio, se presentó ante él, apoyada en dos personas, una mujer atacada de reumatismo, incapaz de andar por sí misma. El Hno. Andrés, mirándola con perplejidad, le dijo:

- Me parece que usted puede caminar por su propia cuenta. ¿Por qué no intenta ir sola hasta la capilla?

Así lo hizo y regresó a su casa andando sin dificultad y llorando de agradecimiento.

Cuando la afluencia de enfermos empezó a perturbar la rutina del colegio, el Hno. Andrés transfirió sus actividades apostólicas a una estación de autobuses, situada en las cercanías.

El arzobispo, al enterarse de esto, le preguntó a los superiores qué haría si le obligasen a parar de hacer milagros. Al saber que obedecería ciegamente, replicó: "Pues entonces, déjenlo. Si esta obra es de Dios, florecerá; si no, se desmoronará". 4

Las curaciones de las almas y de los cuerpos continuaron a raudales. Más de cuatro mil páginas documentándolas fueron recogidas durante el proceso de su beatificación.

Uno de los casos más impresionantes es el de un joven, víctima de un terrible accidente industrial.
Con la cara quemada, con riesgo de quedarse ciego, corrió en busca del Hno. Andrés, pero éste estaba atendiendo a un infeliz canceroso y había otros muchos a la espera. Sin haberlo visto llegar siquiera, el religioso apareció y le preguntó:

- ¿Quién ha dicho que perderás la vista? ¿Confías en la intercesión de San José?

Ante su afirmativa respuesta le recomendó:

- Ve a la iglesia, asiste a Misa y comulga en honor a San José. Continúa con tus medicamentos, pero añádeles una gota de aceite de la lamparita del glorioso Patriarca, y reza esta jaculatoria:
"San José, ruega por nosotros".

Ten confianza que todo irá bien.

El accidentado lo hizo todo con exactitud y, al día siguiente, el tejido cauterizado de su rostro se cayó como "hojas de papel celofán". Completamente restablecido regresó en señal de agradecimiento.

- Agradéceselo a San José y no dejes de rezar -se limitó a decir el santo taumaturgo.

La dueña de una cafetería cercana, que días atrás había visto al muchacho con la cara desfigurada, no podía creer que se tratara de la misma persona. Y empezó a pregonar por todas partes el impresionante milagro del que había sido testigo.

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Placas conmemorativas y exvotos son testigos de las numerosas curaciones ocurridas en el primer oratorio, donde San Andrés recibía diariamente entre 200 y 400 personas
Por la Hna. Elizabeth Verónica MacDonald, EP
(Mañana: Una iglesia para San José - Ministerio de amorosa oblación)
______
1 FERGUSON, John. The Place of Suffering . London: James Clarke and Co., 1972, p. 115
2 BALL, Ann. Faces of Holiness . Huntington (IN): Our Sunday Visitor, 2001, p. 54
3 KYDD, Ronald. Healing Through the Centuries . Peabody (MA): Hendrickson, 1998, p. 85
4 BALL, op. cit., p. 57

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