¡Les deseamos una muy Feliz Pascua de Resurrección a todos nuestros lectores!
La regularidad con que se suceden en el calendario de la Iglesia los varios ciclos del año litúrgico, imperturbables en su sucesión, por más que los acontecimientos de la historia humana varíen, y los altibajos de la política y de las finanzas continuén su carrera desordenada, es una clara confirmación de la celestial majestad de la Iglesia, altiva ante el vaivén caprichoso de las pasiones humanas. Altiva, pero no indiferente. Cuando los días dolorosos de la Semana Santa transcurren en períodos históricos tranquilos y felices, la Iglesia, como madre solícita, se sirve de ellos para reavivar en sus hijos la abnegación, el senso del sufrimiento heroico, el espíritu de renuncia a la trivialidad cotidiana y la entera dedicación a ideales dignos de darle un sentido más alto a la vida humana. "Un sentido más alto" es el único sentido que la vida tiene: el sentido cristiano.
Pero la Iglesia no es apenas Madre cuando nos enseña la gran misión austera del sufrimiento. Ella es también Madre, cuando en los extremos del dolor y aniquilación, ella hace brillar ante nuestros ojos la luz de la esperanza cristiana, abriendo delante de nosotros los horizontes serenos que la virtud de la confianza coloca en todos los verdaderos hijos de Dios. Así, la Iglesia se sirve de las alegrías, vibrantes y castísimas de la Pascua de Resurrección, para hacer brillar a nuestros ojos, aún en las tristezas de la situación contemporánea, la certeza triunfal de que Dios es el supremo Señor de todas las cosas, de que su Cristo es el Rey de la gloria, que venció la muerte y aplastó el demonio, de que su Iglesia es reina de inmensa majestad, capaz de reerguirse de todos los escombros, de disipar todas las tinieblas, y de brillar con un triunfo luminoso, en el momento preciso en que parecía caminar hacia la más irremediable de las derrotas.
La Iglesia inmortal resurge de sus probaciones, gloriosa como Cristo, en la resplandeciente aurora de su Resurrección.
Pero la Iglesia no es apenas Madre cuando nos enseña la gran misión austera del sufrimiento. Ella es también Madre, cuando en los extremos del dolor y aniquilación, ella hace brillar ante nuestros ojos la luz de la esperanza cristiana, abriendo delante de nosotros los horizontes serenos que la virtud de la confianza coloca en todos los verdaderos hijos de Dios. Así, la Iglesia se sirve de las alegrías, vibrantes y castísimas de la Pascua de Resurrección, para hacer brillar a nuestros ojos, aún en las tristezas de la situación contemporánea, la certeza triunfal de que Dios es el supremo Señor de todas las cosas, de que su Cristo es el Rey de la gloria, que venció la muerte y aplastó el demonio, de que su Iglesia es reina de inmensa majestad, capaz de reerguirse de todos los escombros, de disipar todas las tinieblas, y de brillar con un triunfo luminoso, en el momento preciso en que parecía caminar hacia la más irremediable de las derrotas.
La Iglesia inmortal resurge de sus probaciones, gloriosa como Cristo, en la resplandeciente aurora de su Resurrección.
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