jueves, 25 de febrero de 2010

Homilía del Cardenal Cañizares en Roma por el X Aniversario de los Heraldos del Evangelio

En la Fiesta de la Cátedra de San Pedro y en la Iglesia de San Benedetto in Piscinula de Roma, el Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Su Eminencia Don Antonio Cañizares Llovera presidió una Eucaristía de Acción de Gracias por el X Aniversario de la Aprobación Pontificia de los Heraldos del Evangelio. Ofrecemos el texto de dicha homilía.



Queridos hermanos: A la acción de gracias por Jesucristo, en la Eucaristía, unimos esta tarde de manera muy especial nuestra acción de gracias por el ministerio de Pedro, reflejado en la fiesta que hoy celebramos de la Cátedra de San Pedro. También asociamos a esta acción de gracias nuestra memoria agradecida por los 10 años del reconocimiento pontificio de la Asociación Internacional Privada de Fieles Heraldos del Evangelio. En el designio de la Providencia, Dios ha querido que este reconocimiento esté unido a la fiesta de la Cátedra de San Pedro para manifestar así tanto vuestra profunda e inquebrantable vinculación y comunión con Pedro, con la Sede o Cátedra de Pedro, como vuestra plena y total colaboración con el Papa, cualquiera que sea, en la obra apostólica, evangelizadora, de la Iglesia. Hoy debiera ser un día grande y muy gozoso, para toda la Iglesia. Unidos a toda la Iglesia, celebramos esta fiesta que rememora a Pedro, fundamento de nuestra fe cristiana y católica. Nuestra fe, en efecto, como hemos escuchado en el Evangelio, se apoya en el testimonio de Pedro, que proclama en nombre de la Iglesia de todos los tiempos: “TÚ eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”; “TÚ tienes palabras de vida eterna, a ¿quién vamos a acudir?”; “Cristo es la Piedra angular sobre la que se edifica la Iglesia y la nueva humanidad”; “no se nos ha dado ningún otro nombre en el que podamos ser salvos”; “no tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy: En nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda!”. Pedro nos confirma en la fe, y nos preside en la caridad. Nada ni nadie podrá derribar a la Iglesia por él presidida y asentada en esta misma y única fe y riqueza que no es producto de la carne y de la sangre, es decir, de la creación humana, sino que viene de lo Alto y nos alcanza por la gracia de la revelación y redención divina, obra del amor infinito de Dios. De pecador, de su misma fragilidad que no es capaz de comprender y aceptar el misterio de la Cruz, de estar dormido en la hora de la agonía de Jesús, de negarlo tres veces, pasará después a decir por tres veces también: “Señor, Tú sabes que te quiero, Tú sabes que te quiero; Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero!”.

Hoy es un día en que deberíamos avivar la conciencia de lo que es el servicio de Pedro, y así fortalecer la veneración, la fidelidad y la obediencia, el afecto filial y agradecido hacia quien en estos momentos continúa este mismo servicio, el Papa. Es el Papa quien ejerce este servicio en la Iglesia universal y en cada una de las Iglesias Particulares. Jesús ha fundado su Iglesia sobre el grupo o colegio de los Apóstoles. Dentro de ese grupo o colegio, Pedro recibió, por voluntad de Jesús, el primer puesto: en la lista de los Apóstoles ocupa el primer lugar, es entre ellos el primer beneficiario de las apariciones de Cristo resucitado, confiesa el primero la mesianidad y divinidad de Jesús, que le concede, a su vez, la primacía en la formación de su Iglesia, y en el día de Pentecostés es el primero en tomar la palabra e iniciar así la misión cristiana. Esta primacía tiene, en la mente de Jesús, el carácter de un servicio -todo en la Iglesia es servicio- un servicio singular, que requiere todo el amor y la disponibilidad plena y total. Pedro tendrá siempre la asistencia necesaria del Señor y del Espíritu para confirmar, dar firmeza y mantener a sus hermanos en la fe y en la comunión. Su servicio, en expresión hermosa, es ser “siervo de los siervos de Dios”, el primero entre los servidores de la unidad que constituye a la Iglesia, roca firme de la fe en la que descansa y se apoya la Iglesia; pastor de toda la grey del Señor, el que dirige y guía a la comunidad universal de los discípulos de Jesús extendida de oriente a occidente, el que representa, consolida y fortalece la comunión del Colegio Episcopal.

El colegio de los Obispos ha sucedido al de los Apóstoles en la fundamental función de mantener firmes y hacer crecer en la fe y en la comunión a las comunidades cristianas. Dentro de ese mismo colegio, el Papa tiene el papel y el servicio de Pedro. Lo que cada Obispo es para su Iglesia Particular, principio de unidad y de cohesión, lo es el Papa para todas y cada una de ellas. Como sucesor de Pedro, el Papa ha sido constituido como fundamento perpetuo y visible de la unidad de fe y de comunión tanto de los demás obispos como de la multitud de fieles. El servicio de los Obispos unidos al del sucesor de Pedro, y bajo él, que ha de asegurar la coherencia de la Iglesia de hoy con la Iglesia de los Apóstoles frente al poder destructor del tiempo y de la muerte, tiene el apoyo de Jesús, el Señor de la Iglesia, del tiempo y de la vida. Este ministerio de Pedro es, sin duda, un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Es esta misericordia de Cristo la que ha dotado a su Iglesia con el servicio de Pedro para que todos seamos permanezcamos en la unidad, y el mundo crea que Jesucristo, el único Nombre que se nos ha dado en el que podamos ser salvos, es el enviado del Padre, como paz y reconciliación, redención y amor sin límites, camino, verdad, vida, luz y esperanza para todos. Pero esta misma asistencia indefectible no exime al servicio apostólico de sufrimientos, de contradicciones y debilidades. Por eso hemos de ayudar a quien ha recibido del Señor este dramático servicio a la fe y a la comunión de la Iglesia con la oración, la adhesión fiel a sus enseñanzas, la veneración y el afecto.

Demos gracias a Dios, en este día, por el don del Papa y por su imprescindible servicio o ministerio. Crezca entre nosotros nuestra adhesión personal e inquebrantable al Papa, a este Papa, Benedicto XVI, que Dios nos ha dado. Que se acreciente nuestro amor a él y nuestra fidelidad a todas sus enseñanzas. Ese amor y fidelidad es la garantía de permanecer unidos a Cristo y así ser Iglesia enviada a los hombres para anunciarles que Dios es, que existe y es el centro, origen y meta de todo, que Dios es Amor y se nos ha dado y revelado en el rostro humano de su Hijo único, Jesús, que nos quiere y se ha apasionado por todos y cada uno de los hombres, que está con todos y por todos. Necesitamos del Papa y el Papa necesita de nosotros, de nuestra oración y apoyo filial y gozoso.

Que Dios nos guarde al Papa Benedicto XVI. Es un regalo suyo a toda su Iglesia santa en nuestros días: un gran hombre de Dios, un “amigo fuerte” de Dios, un testigo singular de Dios vivo!; ya desde el primer momento, como hombre sencillo y de fe ha puesto a Dios en el centro de todo, de manera que nada se anteponga a Dios; él nos hace mirar a Dios por encima de todo y en todo, para adorarle, para darle gloria, que es donde está la grandeza y el futuro del hombre; por eso mismo, es un testigo de esperanza y defensor de la fe y de la verdad del hombre, inseparable de Dios; gran defensor y servidor de todo hombre, celoso de su grandeza, dignidad y libertad, servidor de los hombres, sobre todo de los más débiles, inocentes e indefensos. Frente a las dificultades que hoy debe afrontar la Iglesia, zarandeada tanto en el plano doctrinal como disciplinar y en la forma de vida, él apela una y otra vez a la substancia viva del Evangelio, a lo esencial de la fe y de la vida conforme al Evangelio, a la conversión y purificación esencial, porque sabe que sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas en la Tradición viva, podemos tener esa fuerza de conquista, esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la Verdad divina. Es muy consciente de que ha llegado el momento de la verdad, y que es preciso que cada uno tenga conciencia de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben entregar y salvaguardar, mantener y transmitir la fe, tesoro común que Cristo, -el cual esPiedra, es Roca-, ha confiado a Pedro, Vicario de la Roca, como le llamaba san Buenaventura.

No podemos olvidar, y menos ante vosotros, queridos Heraldos del Evangelio, que, como su Venerable antecesor, el Papa llama a toda la Iglesia a promover, impulsar, llevar a cabo una nueva y vigorosa evangelización que abre un horizonte de aire fresco en la Iglesia de nuestros días. No podemos olvidar aquel anuncio gozoso de la creación de un nuevo dicasterio para impulsar hoy esta apremiante y decisiva, nueva y vigorosa evangelización. Hizo este anuncio, lo recordamos bien, ante la tumba de san Pablo, que no se avergonzó ni se echó atrás en el anuncio del Evangelio, que no quiso saber otra cosa que a Cristo y Éste crucificado; que a tiempo y a destiempo proclamó el Evangelio vivo de Dios, Palabra no encadenada por ningún poder; que supo y saboreó como pocos la sabiduría de la Cruz, esperanza viva, y fué testigo, como nadie, del amor y el perdón misericordioso manifestado en Cristo Jesús del que nada ni nadie nos puede separar, y de la caridad que no pasa nunca; que tomó parte activísima en los duros trabajos del Evangelio, y que no escatimó nada, gastándose y desgastándose, hasta dejar la vida a girones -persecuciones, azotes, cárceles, naufragios,..., hasta el martirio-, por dar a conocer a Jesucristo, Mediador único entre Dios y los hombres. El Papa Benedicto XVI nos recuerda que la Iglesia es joven y se manifiesta joven con un nuevo ardor para continuar sin desmayo su gran misión, la de siempre, que lejos de estar concluida, está todavía en sus comienzos: dar a conocer a Jesucristo, entregar a Dios a los hombres. Ahí estáis vosotros, queridos Heraldos del Evangelio, ese es vuestro sitio. En el mundo de hoy, tan secularizado y tan lejano aparentemente de Dios, que vive como si El no existiese, hay, sin embargo, un hambre profunda que sólo Dios puede saciar: hambre de verdad, de libertad profunda, de amor gratuíto. Por eso es necesario, urgente y apremiante, anunciar el Evangelio en nuestro tiempo. Esto es lo que con tanta insistencia como clarividencia han estado insistiendo los últimos Papas: Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI; esto es lo que el Concilio Vaticano II, verdadera primavera y nuevo Pentecostés de la Iglesia, ha intentado; esto es lo que nos pide Dios en estos momentos, de manera muy especial a vosotros, queridos Heraldos del Evangelio, asociados profundamente a la Sede o Cátedra de Pedro, como providencialmente expresa este día de vuestro reconocimiento pontificio. ¡No temáis; no tengáis miedo; no escatiméis nada; tened confianza y la mirada puesta en Cristo. Sin retiraros nunca!. Que la Virgen María os ayude y proteja.

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