La fiesta de todos los júbilos y todas las alegrías, la fiesta del día en que la Santísima Virgen, resurecta, fue llevada a los cielos en cuerpo y alma, habrá sido la mayor celebración realizada en el Paraíso, después de esplendores retumbantes de la Ascención de Nuestro Señor Jesucristo. María Santísima, la obra prima de la mera creación ocupará un lugar al lado del trono de su Divino Hijo.
Se puede imaginar que, en ese instante, todas las gloriosas perfecciones de la Madre de Dios brillaron de modo incomparable: la bondad inmensurable, la suavidad, la soberanía , el dominio, el atractivo, la virginal firmeza, todo se manifestó de manera fulgurante, misteriosamente reluciendo y acentuándose, acentuándose y reluciendo, para maravillamiento de los ángeles y de los bienaventurados que entonces la contemplaban en la enternidad...
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