Se cuenta que en el antiguo reino de Nápoles, mucho antes de la invasión de las tropas francesas, había muerto el gran consejero, en cuya sabiduría se apoyaba el soberano para gobernar la nación, y ahora este último vacilaba en nombrar al que debía sustituirlo.
Se inclinaba por un amigo suyo llamado Jenaro, un juez experimentado y hombre íntegro que no titubeaba en dar público testimonio de su fe. Pero el importante cargo era codiciado también por otros personajes de la corte, y el rey debía evitar los choques entre partidos. Buscando la manera de nombrar a Jenaro sin herir susceptibilidades, tuvo por fin una idea brillante: “Jenaro es sin duda el magistrado más competente de todo el reino. Voy a plantearle un caso muy intrincado, y doy por hecho que lo resolverá. Con una demostración pública de su capacidad, nadie podrá discutir su nombramiento…”
Una vez tomada la decisión, el soberano envió una carta a Jenaro:
“Necesito tu valioso auxilio para resolver una compleja materia. A menudo llegan hasta mí quejas de la justicia napolitana, a la que se acusa de dura e inflexible. Con el propósito de verificar si estas quejas tienen fundamento, quiero que se examine el procesamiento de algunos condenados. Para ello, he elegido la prisión de Castel dell'Ovo, donde están confinados los peores criminales de Nápoles.
“Por lo tanto, te envío a dicho lugar para revisar el proceso de cada reo. Me confío a la agudeza de tu inteligencia y a tu amplio conocimiento jurídico. Sé que ofrecerás una pública demostración de misericordia, sin lastimar la justicia ni la ley que imperan desde hace siglos en nuestro reino.
“Acompaña a esta carta un Decreto Real que te otorga facultades para administrar justicia en nombre mío ante los encarcelados de Castel dell'Ovo”.
* * *
La lectura de la carta dejó al magistrado sumido en graves pensamientos. ¡Qué difícil encargo le hacía el rey! Ser severo y misericordioso al mismo tiempo, ¡y para colmo en la prisión de Castel dell'Ovo! Pero Jenaro no era hombre que huyera de los problemas. Invocó la protección de San Ivo, patrono de los abogados, se despidió de su esposa y partió a la fortaleza-prisión.
Los medios de transporte de aquel tiempo no eran tan rápidos como los actuales; y cuando Jenaro llegó al mal afamado presidio, ya había corrido por todas partes la noticia del desafío jurídico que lo aguardaba.
Las reacciones eran dispares: mientras algunos consideraban imposible emplear misericordia con alguno de tales criminales, otros temían que el juez, en un arranque de liberalidad, dejara la justicia a un lado para soltar a unos pocos. Pero todos concordaban en la complejidad del caso, que ponía en juego la competencia profesional de Jenaro tanto como la bondad que se espera de un magistrado católico.
* * *
La primera medida tomada por Jenaro fue reunir en el patio a todos los reclusos, un total de 57. ¡Qué aspecto! Cada rostro era una estampa del vicio.
Sobre su mesa se acumulaban los procesos: asesinatos, robos, secuestros y otros crímenes tan viles que no cabe mencionarlos. Los reclusos hablaban entre sí en un dialecto propio. Un bandido con un ojo con un parche y la nariz torcida comentó:
– Mo'… Este juez es un beato… ¡Si sigue lo que dice la Biblia tiene que soltarnos!
Otro delincuente, con el rostro marcado por una gran cicatriz, agregó:
–¡Miren!, no hay nada más que ver su cara para saber que esta tarde estaremos en la calle.
Viéndolos a todos reunidos, Jenaro los llamó uno a uno, debidamente escoltados, para tomarles declaración. Al llegar el primero le preguntó:
–Y bien, ¿por qué estás aquí?
El criminal, mejorando su cara hasta donde podía, se declaró inocente, víctima de calumnias y de tribunales injustos, para concluir con cinismo:
–Estoy seguro que ahora recibiré la libertad que merezco por derecho, como hombre honesto que soy.
El juez escuchó con atención y pidió al escribano registrar la declaración en su libro. A continuación vino el segundo, luego el tercero, el cuarto… hasta llegar a 56 reos. Todos declaraban su inocencia alegando los más variados motivos, y Jenaro se mostraba compadecido por las injusticias que aquellos hombres decían haber sufrido. Los guardias comentaban entre sí: “¿Será posible que el juez crea las mentiras de estos bandidos? ¡Ni el hombre más ingenuo les daría crédito!”
Por fin llegó el último. Era un muchacho flaco e imberbe, que no superaba los 19 años. No tenía la arrogancia del resto, más bien se acercaba tímido y cabizbajo. Sentía vergüenza de presentarse ante el juez, representante de la justicia y del rey. Tanto desentonaba con los demás, que el magistrado consultó al respecto con el comisario de policía.
–¿Ése? El pobre chico es huérfano, un labrador sin empleo. Fue capturado ayer robando legumbres y frutas en la feria. Si está aquí es porque cometió el delito en las cercanías, pero en breve será trasladado a una cárcel de baja peligrosidad, antes que le den aquí la “bienvenida”…
El juez frunció el ceño, miró fijamente al muchacho y le preguntó:
–Y tú, joven bellaco, ¿qué me dices a tu favor?
Inclinando todavía más la cabeza, el pobre muchacho dijo con un hilo de voz:
–Nada señor… Robé, y eso es pecado. Manché el nombre de mi difunto padre y desobedecí la enseñanza de mi madre sobre los mandamientos. Merezco pagar en la cárcel lo que hice, porque fue malo.
El magistrado se mostró todavía más serio y sentenció:
–¡Basta! Con este caso concluyo mi misión en nombre del rey. En cuanto a los 56 declarantes anteriores, todos afirmaron su más completa inocencia. Cosa muy admirable en una sociedad tan corrupta como la nuestra.
Y dando un fuerte golpe con el martillo de madera, proclamó:
–En nombre de Su Majestad, declaro inocentes a los otros 56.
Los criminales sonrieron satisfechos mientras los guardias se miraban de reojo, incrédulos y abismados. El juez prosiguió:
–Decido también que el Estado napolitano ha de asumir la custodia de vuestra inocencia contra la maldad imperante allá afuera. Así pues, todos habréis de seguir en esta cárcel por tiempo indefinido bajo protección policial.
Se volvió de inmediato hacia el chico que había prestado la última declaración:
–Y tú, pérfido, que tan descaradamente reconoces tus crímenes, yo te expulso de aquí para evitar que tu malicia contamine a 56 inocentes. Huérfano, hambriento y desempleado… te condeno a ser contratado como jardinero en el Tribunal de Nápoles. Búscame después para concertar el cumplimiento de tu pena. ¡Guardias! Llévenselo hasta la iglesia más cercana por si quiere confesarse, y castíguenlo con una buena merienda antes de nuestra partida.
* * *
¡Vaya giro! Estupefactos, los criminales quedaron sin habla mientras los guardias sonreían de satisfacción.
La noticia del espectacular juicio corrió por todo el reino, y Jenaro fue nombrado gran consejero. El rey se mostró muy complacido al ver que su amigo no lo había decepcionado y, naturalmente, nadie se atrevió a cuestionar el nombramiento de un juez tan justo y sagaz.
En cuanto al “pérfido” muchacho, fue contratado como jardinero del Tribunal, bendiciendo al magistrado que lo consideró el único criminal entre 56 inocentes...
Se inclinaba por un amigo suyo llamado Jenaro, un juez experimentado y hombre íntegro que no titubeaba en dar público testimonio de su fe. Pero el importante cargo era codiciado también por otros personajes de la corte, y el rey debía evitar los choques entre partidos. Buscando la manera de nombrar a Jenaro sin herir susceptibilidades, tuvo por fin una idea brillante: “Jenaro es sin duda el magistrado más competente de todo el reino. Voy a plantearle un caso muy intrincado, y doy por hecho que lo resolverá. Con una demostración pública de su capacidad, nadie podrá discutir su nombramiento…”
Una vez tomada la decisión, el soberano envió una carta a Jenaro:
“Necesito tu valioso auxilio para resolver una compleja materia. A menudo llegan hasta mí quejas de la justicia napolitana, a la que se acusa de dura e inflexible. Con el propósito de verificar si estas quejas tienen fundamento, quiero que se examine el procesamiento de algunos condenados. Para ello, he elegido la prisión de Castel dell'Ovo, donde están confinados los peores criminales de Nápoles.
“Por lo tanto, te envío a dicho lugar para revisar el proceso de cada reo. Me confío a la agudeza de tu inteligencia y a tu amplio conocimiento jurídico. Sé que ofrecerás una pública demostración de misericordia, sin lastimar la justicia ni la ley que imperan desde hace siglos en nuestro reino.
“Acompaña a esta carta un Decreto Real que te otorga facultades para administrar justicia en nombre mío ante los encarcelados de Castel dell'Ovo”.
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La lectura de la carta dejó al magistrado sumido en graves pensamientos. ¡Qué difícil encargo le hacía el rey! Ser severo y misericordioso al mismo tiempo, ¡y para colmo en la prisión de Castel dell'Ovo! Pero Jenaro no era hombre que huyera de los problemas. Invocó la protección de San Ivo, patrono de los abogados, se despidió de su esposa y partió a la fortaleza-prisión.
Los medios de transporte de aquel tiempo no eran tan rápidos como los actuales; y cuando Jenaro llegó al mal afamado presidio, ya había corrido por todas partes la noticia del desafío jurídico que lo aguardaba.
Las reacciones eran dispares: mientras algunos consideraban imposible emplear misericordia con alguno de tales criminales, otros temían que el juez, en un arranque de liberalidad, dejara la justicia a un lado para soltar a unos pocos. Pero todos concordaban en la complejidad del caso, que ponía en juego la competencia profesional de Jenaro tanto como la bondad que se espera de un magistrado católico.
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La primera medida tomada por Jenaro fue reunir en el patio a todos los reclusos, un total de 57. ¡Qué aspecto! Cada rostro era una estampa del vicio.
Sobre su mesa se acumulaban los procesos: asesinatos, robos, secuestros y otros crímenes tan viles que no cabe mencionarlos. Los reclusos hablaban entre sí en un dialecto propio. Un bandido con un ojo con un parche y la nariz torcida comentó:
– Mo'… Este juez es un beato… ¡Si sigue lo que dice la Biblia tiene que soltarnos!
Otro delincuente, con el rostro marcado por una gran cicatriz, agregó:
–¡Miren!, no hay nada más que ver su cara para saber que esta tarde estaremos en la calle.
Viéndolos a todos reunidos, Jenaro los llamó uno a uno, debidamente escoltados, para tomarles declaración. Al llegar el primero le preguntó:
–Y bien, ¿por qué estás aquí?
El criminal, mejorando su cara hasta donde podía, se declaró inocente, víctima de calumnias y de tribunales injustos, para concluir con cinismo:
–Estoy seguro que ahora recibiré la libertad que merezco por derecho, como hombre honesto que soy.
El juez escuchó con atención y pidió al escribano registrar la declaración en su libro. A continuación vino el segundo, luego el tercero, el cuarto… hasta llegar a 56 reos. Todos declaraban su inocencia alegando los más variados motivos, y Jenaro se mostraba compadecido por las injusticias que aquellos hombres decían haber sufrido. Los guardias comentaban entre sí: “¿Será posible que el juez crea las mentiras de estos bandidos? ¡Ni el hombre más ingenuo les daría crédito!”
Por fin llegó el último. Era un muchacho flaco e imberbe, que no superaba los 19 años. No tenía la arrogancia del resto, más bien se acercaba tímido y cabizbajo. Sentía vergüenza de presentarse ante el juez, representante de la justicia y del rey. Tanto desentonaba con los demás, que el magistrado consultó al respecto con el comisario de policía.
–¿Ése? El pobre chico es huérfano, un labrador sin empleo. Fue capturado ayer robando legumbres y frutas en la feria. Si está aquí es porque cometió el delito en las cercanías, pero en breve será trasladado a una cárcel de baja peligrosidad, antes que le den aquí la “bienvenida”…
El juez frunció el ceño, miró fijamente al muchacho y le preguntó:
–Y tú, joven bellaco, ¿qué me dices a tu favor?
Inclinando todavía más la cabeza, el pobre muchacho dijo con un hilo de voz:
–Nada señor… Robé, y eso es pecado. Manché el nombre de mi difunto padre y desobedecí la enseñanza de mi madre sobre los mandamientos. Merezco pagar en la cárcel lo que hice, porque fue malo.
El magistrado se mostró todavía más serio y sentenció:
–¡Basta! Con este caso concluyo mi misión en nombre del rey. En cuanto a los 56 declarantes anteriores, todos afirmaron su más completa inocencia. Cosa muy admirable en una sociedad tan corrupta como la nuestra.
Y dando un fuerte golpe con el martillo de madera, proclamó:
–En nombre de Su Majestad, declaro inocentes a los otros 56.
Los criminales sonrieron satisfechos mientras los guardias se miraban de reojo, incrédulos y abismados. El juez prosiguió:
–Decido también que el Estado napolitano ha de asumir la custodia de vuestra inocencia contra la maldad imperante allá afuera. Así pues, todos habréis de seguir en esta cárcel por tiempo indefinido bajo protección policial.
Se volvió de inmediato hacia el chico que había prestado la última declaración:
–Y tú, pérfido, que tan descaradamente reconoces tus crímenes, yo te expulso de aquí para evitar que tu malicia contamine a 56 inocentes. Huérfano, hambriento y desempleado… te condeno a ser contratado como jardinero en el Tribunal de Nápoles. Búscame después para concertar el cumplimiento de tu pena. ¡Guardias! Llévenselo hasta la iglesia más cercana por si quiere confesarse, y castíguenlo con una buena merienda antes de nuestra partida.
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¡Vaya giro! Estupefactos, los criminales quedaron sin habla mientras los guardias sonreían de satisfacción.
La noticia del espectacular juicio corrió por todo el reino, y Jenaro fue nombrado gran consejero. El rey se mostró muy complacido al ver que su amigo no lo había decepcionado y, naturalmente, nadie se atrevió a cuestionar el nombramiento de un juez tan justo y sagaz.
En cuanto al “pérfido” muchacho, fue contratado como jardinero del Tribunal, bendiciendo al magistrado que lo consideró el único criminal entre 56 inocentes...
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