P. Rafael Ibarguren EP – Asistente
Eclesiástico Honorario de la FMOEI
“Palabra” con P mayúscula, en el lenguaje
corriente entre católicos, se refiere inmediatamente a la Sagrada Escritura, a
los libros canónicos que componen la Biblia. Es la Palabra de Dios. Es claro
que hablamos de la Biblia aprobada por la autoridad competente de la Iglesia, y
no de esas ediciones que se multiplican por el mundo, con contenidos dudosos que
desfiguran la enseñanza divina y que por eso no son Palabra de Dios.
En efecto, en el siglo XVI Lutero deformó la
Biblia retirando de su contenido libros enteros, como también diversas partes
de otros libros que mantuvo, pero mutilándolos, como la epístola a los Romanos.
Creó así una “biblia” nueva y diferente con la que se viene intoxicando a
tantos incautos que, muchas veces con la mejor intención, se dicen seguidores
de la Palabra de Dios. Por obra del fraile “reformador”, los libros de Tobías,
Judit, Sabiduría, Baruc, Eclesiástico, Macabeos, Ester, Daniel, Carta de
Santiago, Apocalipsis, etc., fueron censurados, total o parcialmente. A pesar
de eso, se repite irresponsablemente por ahí que el gran mérito de Lutero fue de
traducir la Biblia al alemán y de hacer mejor conocida esa lengua por el pueblo.
Pero dejemos este triste personaje y vamos a
nuestro tema. Sirva este paréntesis para recomendar al lector que cuando compre
o consulte una Biblia, verifique que tenga la debida licencia eclesiástica. En época
no lejana, se exigía que los libros religiosos que eran editados para la
lectura de los católicos, tengan el “nihil
obstat” (nada impide que se publique) o el “imprimátur” (imprímase) que una autoridad de la Iglesia expedía.
Desgraciadamente esa norma prácticamente cayó en desuso, y, paralelamente,
también va cayendo la integridad de la fe…
Sobre la “Palabra” dice el numeral 108 del Catecismo de la Iglesia
Católica: “(…) la fe cristiana no es una
«religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios,
«no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo
de Claraval). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que
Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el
espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24, 45)”.
Aquí vemos otra acepción de lo que es la
Palabra: no es solo lo que está escrito por inspiración del Espíritu Santo en
la Biblia, sino que también es el mismo Verbo de Dios, Jesucristo, segunda
Persona de la Santísima Trinidad, “Palabra
eterna del Dios vivo”.
Enriqueciendo aún más el término “Palabra”, dice el
numeral 103 del mismo Catecismo: “La
Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el
Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se
distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21)”.
Estas dimensiones del término “Palabra” que por
un lado, significa los Libros Sagrados, por el otro, el Verbo de Dios, es decir,
Dios mismo y, por fin, esa identidad entre el Pan de la Eucaristía y el Verbo, y
la reversibilidad entre el Pan de la Palabra y el Pan Eucarístico, son verdades
importantísimas de nuestra fe con las que deberíamos familiarizarnos más.
A decir verdad, en el misterio eucarístico
convergen maravillosamente estas realidades de que hablamos, una vez que la
Presencia Real en la Eucaristía se confunde con Nuestro Señor Jesucristo, Verbo
de Dios, que es la Palabra definitiva del Padre. Eso es lo que se nos enseña reiteradas
veces en la Biblia… que no es otra cosa que la Palabra de Dios.
"El
que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el
último día."
(Jn. 6, 54) Aquí, al hablar de Su carne y de Su sangre, Jesús
se refiere a la Eucaristía que iría a instituir en la Última Cena. Nos enseña
que el que comulga, ya tiene vida eterna. Pero también la tiene el que sigue Su
enseñanza con fe. Veamos: "En
verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha
enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la
muerte a la vida" (Jn. 5, 24).
Entonces, tanto el recibir la comunión eucarística
con las debidas disposiciones, como el escuchar la enseñanza de Cristo poniéndolas
en práctica, conduce nuestras existencias a la Vida Eterna. Son las
reversibilidades de la Palabra.
Aquella jaculatoria del ángelus que nos es tan
familiar tomada del Evangelio de San Juan (1, 14): “Et Verbum caro factum est” (y el Verbo se hizo carne) es una
referencia al acontecimiento de la Encarnación. Pero no es menos cierto que
durante la Santa Misa, después de las palabras de la consagración, también
sucede otra maravilla: el Verbo se transforma en pan, en carne, en alimento. Entonces,
el Verbo se hace carne en Nazaret, cuando el Ángel anuncia a María y Ella
concibe por obra del Espíritu Santo y, a su vez, el Verbo se hace también carne
en la consagración eucarística.
En uno de sus sermones, San Juan María Vianney,
Cura de Ars, considera a la Eucaristía como una extensión de la Encarnación. Y
nos enseña algo fantástico. Es que al comulgar, llegamos a poseer más que la
Virgen María en el momento sublime de la Encarnación, porque poseemos el cuerpo
glorioso y resucitado del Salvador, marcado por los estigmas del amor, señales
de su victoria sobre las potestades de este mundo. “El Verbo se ha hecho carne -dice el Santo Cura- he ahí la gloria de María. El Verbo se ha hecho pan: he aquí nuestra
gloria”.
Cuánto tenemos que agradecer por el grandioso misterio
Eucarístico que no solo es prenda de resurrección y de vida eterna, sino que
nos “deifica”. ¡Y dar las gracias por el hecho de que al recibir la Sagrada Comunión,
somos más privilegiados que la misma Virgen en la Encarnación!
Asunción,
septiembre de 2017
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