Redacción (Viernes, 07-11-2014, Gaudium Press) Ya sabemos que el constitutivo esencial de la mística es la acción de los dones del Espíritu Santo en el alma del hombre.
Esa acción comúnmente -aunque no siempre- va acompañada con la conciencia clara y la percepción sumamente agradable de que ‘algo' sobrenatural está actuando al interior de la persona. Y en algunas raras veces la contemplación mística -que se da particularmente a través de la acción de los dones intelectivos del Espíritu Santo: ciencia, entendimiento y sobre todo sabiduría- va acompañada de manifestaciones extraordinarias como levitación, éxtasis, etc. Pero esto último es bastante raro y accesorio.
También es cada vez más claro que la vida cristiana, la vía de la perfección cristiana, debe ser una vía y vida mística. Miremos como lo expresa el P. Garrigou-Lagrange, O. P., resumiendo las doctrinas del P. Juan Arintero sobre la mística:
"A mi modo de ver, el principio fundamental de su doctrina [del P. Arintero] es la unidad de la vida interior; unidad de tal manera concebida, que la ascética está esencialmente ordenada a algo más alto, es decir, a la unión mística del alma con Dios. Por ello, la ascética no es algo encerrado en sí mismo, sino que está ‘abierta'; es como una disposición para algo que al mismo tiempo es más vital, íntimo y elevado, a saber: la contemplación infusa de los misterios revelados y la unión con Dios que nace de esa contemplación. En resumen: para el P. Arintero, la verdadera doctrina tradicional es que la contemplación infusa procede de la fe viva ilustrada por los dones del Espíritu Santo, y que ésta contemplación infusa está, como los mismo dones del Espíritu Santo, en la vía normal de la santidad, en esta vida y en la otra". 1
Esta doctrina es un completo aplastamiento del orgullo humano y miremos el por qué.
Como recordábamos en nota anterior, cuando actúan los dones del Espíritu Santo no es el hombre el agente principal -ni siquiera el secundario- del "trabajo" que se realiza en el alma: es Dios. Dios envía su gracia, que es la chispa que pone en funcionamiento los dones, y los dones, que son hábitos puestos por Él, son de Él, empiezan a "funcionar" pero al "modo divino", al estilo de Dios. En la acción de los dones del Espíritu Santo, el hombre es simplemente una "causa instrumental", es el arpa tocada por Dios, pero es Dios quien toca. Es bien cierto que el hombre no es un "instrumento" inerte, sino que tiene inteligencia y voluntad; pero en el caso de la acción de los dones del Espíritu Santo, el papel de la inteligencia y la voluntad es dejarse iluminar por la luz divina y secundar dócilmente las acciones que Dios quiere realizar en el alma y con el alma. Es no poner obstáculos a Dios.
Es lo que decía Santa Teresita: "Procuro no preocuparme ya de mí misma en nada y dejar en sus manos lo que él quiera obrar en mi alma".
Es claro que esta doctrina anterior choca mucho con el deseo de todo hombre de realizar "su" obra, de emplear su mero esfuerzo personal para la consecución de sus metas.
Verdaderamente, nada se consigue sin esfuerzo, y mucho menos en la vida espiritual. Pero en este campo, el esfuerzo principal es dejarse mover por Dios, para que Dios sea el motor de ese esfuerzo.
Por ello, a medida que el hombre camina hacia la virtud total, Dios puede actuar más libremente en el alma. Crecer en la vida espiritual es sinónimo de irle dando más libertad a Dios para actuar al interior de la persona: "Poco a poco, la imperfección del modo humano de obrar de las virtudes es corregido por el modo divino de obrar de los dones del Espíritu Santo. Así, la fe viva se hace más penetrante (por el don de entendimiento) y más sapiencial (por el don de sabiduría), y la prudencia, más cauta y elevada (por el don de consejo)". 2
Hasta el momento en que se pueda afirmar con San Pablo, que ya es Cristo quien vive en la persona.
Por Saúl Castiblanco
Contenido publicado en es.gaudiumpress.org, en el enlace http://es.gaudiumpress.org/content/64556#ixzz3IQdgHYQU
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