En la medida en que las cosas superiores de la creación son modelo y sustento de las inferiores, puede decirse que la Eucaristía es para la Iglesia lo que la familia es para la sociedad.
Nos resulta inconcebible una Iglesia sin esa perennidad del misterio pascual permanentemente hecho presente a través del sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Hasta llega a producir malestar el pensar en la hipótesis –totalmente descabellada- de que la vida de la Iglesia no cuente con el sacramento eucarístico. Los templos serían como museos y la liturgia, tan solo unas costumbres folclóricas; por otro lado, la vida espiritual de cada fiel sería una utopía fatigante, insoportable. En estas materias, una vez que la Providencia Divina dispuso que las cosas fueran como son, no hay nada que agregar ni que sustraer: la presencia real, la comunión sacramental y la celebración del memorial del Señor, son la acción de gracias perfecta y acabada a ser dada a Dios, y nuestra felicidad mientras peregrinamos en la tierra.
Pretender innovar o modificar a la Eucaristía (¡¿cómo se podría hacerlo?!) también sería desfigurar a la Iglesia. Las herejías que surgieron a lo largo de la historia quisieron alterar la unidad de la fe en la viña del Señor. En realidad, han servido para sanear el campo del que se quitó la cizaña, y clarificar la verdad que brilló más reluciente después de un justo esclarecimiento o de una merecida condena.
Ahora, en la sociedad temporal sucede con la familia, algo parecido a lo que en la sociedad espiritual pasa con la Eucaristía. La sociedad vive de la familia, así como la Iglesia vive de la Eucaristía.
La institución familiar, que llamamos iglesia doméstica, está en crisis, salta a los ojos. La consecuencia inevitable es que la sociedad misma padece un desajuste, una enfermedad devastadora como el cáncer, quizás como el ébola…
Cuando los lazos familiares son sólidos, basados en la fe y en el amor -y no en el sentimiento- se benefician los individuos y, por osmosis, toda la sociedad. Las personas pasan a encajarse orgánicamente en el conjunto del tejido social, de lo que se derivan provechos para el equilibrio y el progreso colectivo.
Es notable el vínculo profundo existente entre los sacramentos del matrimonio y de la Eucaristía. ¿No es acaso verdad que los esposos deben inspirar su comportamiento en el ejemplo de Cristo, que amó a la Iglesia hasta dar su vida por ella? Siendo así, para potenciar una pastoral familiar eficaz, se impone una referencia necesaria al sacramento de la Eucaristía.
En el mes de octubre se reunió en Roma un Sínodo para debatir sobre los desafíos pastorales de la familia en nuestros días. En general, en los medios de comunicación y en las redes sociales se ha focalizado la intención que tiene la Iglesia de acompañar a los que están en situación irregular, de acoger a todos y de no discriminar a nadie. De acuerdo; recordemos que el Divino Maestro no vino por los sanos sino por los enfermos, pero ¡para curarlos! El Buen Pastor deja a las noventa y nueve ovejas en el redil para irse a buscar a la extraviada, para rescatarla…
Lo que casi no han dicho los comunicadores de la prensa oral y escrita, es que la Iglesia quiere promover y salvar a la familia cristiana, basada en el sacramento que consagra un amor exclusivo e indisoluble entre los cónyuges.
Lo más curioso es que hay quienes bregan para que puedan recibir la comunión sacramental los que no viven una unión santa y, por lo mismo, están impedidos de acercarse al admirable sacramento que, recibido indignamente, solo les serviría para la propia condenación (1 Cor., 11, 27). No olvidemos que la ascesis cristiana, que no deja de ser un don de Dios, es lo que posibilita recibir la comunión.
“No dejes que tu deseo y tu fuerza te lleven a obrar según tus caprichos. No digas: "¿Quién podrá dominarme?", porque el Señor da a cada uno su merecido. No digas: "Pequé, ¿y qué me sucedió?", porque el Señor es paciente. No estés tan seguro del perdón, mientras cometes un pecado tras otro.
No digas: “Su compasión es grande; él perdonará la multitud de mis pecados", porque en él está la misericordia, pero también la ira, y su indignación recae sobre los pecadores” (Ecl. 5, 1-6). Estas son palabras inspiradas por el Espíritu Santo. La misericordia debe armonizarse siempre con la justicia.
No alteremos la familia basada en el sacramento del matrimonio, ni pretendamos mudar la Eucaristía instituida en el Cenáculo. ¿Qué utopía es eso de “adaptar” la Eucaristía a los tiempos que corren? Sería el fin de la Eucaristía ¡y el fin de los tiempos!
Adoremos al Pan de los Ángeles y así salvaremos la familia, porque en la Hostia Santa está el amparo en los peligros que se ciernen sobre nuestra sociedad y el remedio para todos los males.
miércoles, 5 de noviembre de 2014
Eucaristia y Familia, por el Asistente Eclesiastico de las Obras Eucaristicas de la Iglesia
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