viernes, 21 de octubre de 2011

¡Que Jesús me dé... a Jesús!

El orfanato “María de Nazaret”, de las Hijas de la Caridad, era una casa de aspecto muy acogedor. Pobre, pero limpia y bien ordenada, la residencia llamaba la atención a los que transitaban por la calle de las Acacias. Por cierto, el nombre de esta travesía estaba en consonancia con su entorno, pues todo su recorrido estaba adornado con estos frondosos árboles. En primavera producían abundantes racimos y las frágiles florecillas que se iban desprendiendo con el viento formaban una dorada alfombra en el suelo.

A las dedicadas religiosas responsables del orfanato también les gustaban las flores. Y el jardín de la casa era digno de estar en aquella calle tan alegre y bonita, porque había margaritas, lirios, rosas, jazmines y violetas en abundancia; además, mariposas, abejas y colibríes iban a deleitarse con el néctar de las flores, tal vez más sabroso por la gracia y lozanía del ambiente.

En la casa vivían treinta niños huérfanos. Sin embargo, aunque habían perdido a sus verdaderos padres, tenían muchas “madres”, pues ninguna de las monjas ahorraba esfuerzos en ayudar a los pobres niños abandonados, a quienes cuidaban con todo amor y desvelo.

Era muy común, conocida la fama de la institución, que algún matrimonio idóneo quisiera adoptar a un niño. Las buenas religiosas rezaban mucho por el escogido, y le pedían a la Providencia que lo guiara en el camino del bien. Tampoco era raro que apareciera algún bebé abandonado en la puerta del orfanato.

Eso es lo que ocurrió una fría mañana de otoño. Cuando la ayudanta de cocina salió a buscar el pan, vio en el umbral de la puerta una manta que se movía y de la que provenían unos débiles gemidos. Al coger el singular objeto sintió unas manitas heladas y húmedas bajo las suyas y cuando abrió el tejido se encontró con un bebé, de fisonomía oriental, que lloraba muy bajito. Era una niña, y tan pequeñita que cabía en sus dos manos.

Llevó a la pobrecita adentro, la calentó, le puso ropas limpias y secas e intentó darle algo de comer. La niña estaba casi muerta por el frío y por la humedad, y apenas podía mover los labios. Estuvo atendida en la enfermería y el cariño y celo de la hermana enfermera fueron más saludables que los propios medicamentos. En pocos días la pequeña ya abría los ojos, tomaba el biberón y conseguía esbozar una sonrisa.

Los meses pasaron y había crecido bastante, desenvolviéndose como una niña normal. Con todo, no se sabía de dónde venía, quién era su familia, ni tampoco si era china, japonesa o filipina, pues en esa ciudad no había familias orientales.

Los años iban pasando y la chiquilla, bautizada con el nombre de Talita —que significa “niña” y fue el nombre que Jesús le dio a la hija de Jairo al resucitarla—, crecía alegre y vivaz. No obstante, no tenía mucha facilidad para aprender las cosas.

Era muy solícita y piadosa, prestaba auxilio a los niños más pequeños, se ponía a disposición de las monjas para ayudarlas, era obediente y disciplinada, siempre estaba en la capilla poniéndole flores a Jesús y a María o rezando, pero no conseguía aprender más allá del Avemaría y del Padrenuestro.


Cuando llegó la época de la Primera Comunión empezó a asistir a la catequesis que era impartida por el capellán del orfanato, el P. Vicente.

A Talita le gustaba participar en la Misa, cantaba como un ángel, y soñaba con poder recibir a Jesús en su corazón. Sin embargo, cuando el sacerdote le hacía las preguntas del catecismo, no se acordaba de lo que tenía que responder. A pesar de percibir su tristeza, el buen sacerdote se vio en la contingencia de hacer que cursara un año más de catecismo.

Tal vez con el tiempo maduraría un poco más y podría prepararse mejor para ese augusto momento.

Cuando supo la noticia, Talita cambió completamente su comportamiento.

En lugar de jugar con las otras niñas en el recreo, se escapaba a la capilla y se ponía a rezar. Sobre todo le gustaba estar junto al Santísimo, expuesto los jueves.

Un día el P. Vicente entró en la capilla y escuchó suaves sollozos de una voz infantil. Al darse cuenta de que una cabecita sobresalía en el presbiterio se acercó muy despacio para ver quién estaba detrás del altar. Era Talita. ¿Qué hacía allí la pequeña, de rodillas y con lágrimas en los ojos? La niña, con las manos sobre el pecho, miraba fijamente al Santísimo Sacramento, lloraba y rezaba bajito.

El sacerdote se arrodilló a su lado y le preguntó:

— ¿Qué haces aquí, Talita?

— Estoy haciéndole una visita al Santísimo Sacramento.

El sacerdote se quedó perplejo porque en las clases de catecismo la niña era incapaz de

responderle eso... Para ponerle a prueba, le interrogó una vez más:

— ¿Y qué es el Santísimo Sacramento?

— ¡Caramba! ¡Es Jesús!, respondió extrañada con la pregunta.

— Y, ¿qué le pides a Jesús?

— Le pido a Jesús que me dé... a Jesús.

En efecto, ¡de los inocentes es el Reino de los Cielos! Talita no conseguía responder a las intrincadas preguntas de la doctrina, pero su corazón no le engañaba: allí estaba Jesús, ¡a quien tanto deseaba recibir!

Ahora eran los ojos del P. Vicente los que se llenaron de lágrimas... ¿Cómo podía negarle la Comunión a un alma tan pura?
Habiendo llegado el día esperado, las monjas vistieron pobremente a los niños, pero con tanta dignidad y modestia que parecían pequeños príncipes y princesas. Talita no cabía en sí de contenta. Recogida, no hablaba mucho, sin embargo, no podía dejar de sonreír. Cuando terminó la inolvidable ceremonia ofrecieron un desayuno especial y la niña, después de estar un rato con todos, huyó otra vez hacia la capilla. Quería agradecerle a Jesús que hubiera ido a visitar su corazón.

Vivió aún muchos años en el orfanato, dando siempre buen ejemplo de piedad y dedicación con todos, fruto de las visitas a su querido Jesús.

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