Érase una vez un joven monje, de nombre Urbanus, piadoso y diligente, que habiendo sido nombrado bibliotecario del monasterio, se entregó a su función en cuerpo y alma. Cuidaba los libros, estudiaba mucho, y le gustaba leer especialmente las Sagradas Escrituras.
Un día, se impactó con un versículo del Salmo 89 que demasiado le intrigó: “Porque mil años delante de Vos, son como el día de ayer, que ya pasó, como una sola vigilia de la noche”.
“Esto me parece imposible” – pensó. Y esa duda se fijó en su mente, pasando a incomodarlo desde aquel momento. Sucedió que una tarde, después de terminar su trabajo, bajó de la sombría biblioteca dirigiéndose hacia el bello y luminoso claustro.
Al mirar hacia el jardín, vio un lindo ruiseñor posado en la rama de un arbusto, que cantaba del modo más bello que se pueda imaginar. El monje se aproximó al pajarito, pero en el momento de cogerlo, voló para una rama próxima, al tiempo que cantaba más fuerte y más claro. En cierto momento el ruiseñor sobrevoló el pequeño muro del monasterio, y el monje lo siguió, saliendo por la puerta del jardín. El joven se adentró en el bosque próximo, pero después de caminar un poco, dejó de oír al ruiseñor y lo perdió de vista. Resolvió, entonces, volver apresuradamente, ya que no había pedido autorización para salir, y las campanas del monasterio tocaban el Angelus de la tarde. Al regreso, vio por el camino árboles enormes, los cuales no recordaba. Con certeza tanto lo había atraído el canto del ruiseñor que ni los percibió. Con todo, al avistar el monasterio, quedó espantado. “¿Me habré equivocado de camino? ¡Pero si anduve tan poco!”. El hecho es que el muro era más alto, y la puerta del jardín había desaparecido. En fin, no era el momento de pensar en esas cosas; había que correr hasta el portón principal, entrar rápido y explicar al abad lo que había ocurrido.
Al llamar, fue atendido por un portero que no conocía, y que no quería dejarlo pasar. Urbanus forzó la entrada, siguió rápido en dirección al jardín y... ¡Oh sorpresa! ¡Éste había cambiado completamente! Recorrió con sus ojos el claustro y no lo reconoció: puertas nuevas, mosaicos que nunca había visto... Al menos la sólida iglesia monacal continuaba allí al lado. Entretanto, era flanqueada por varias construcciones enormes que – y de esto tenía certeza – nunca habían estado en ese lugar. Temiendo que estuviese soñando, Urbanus se dirigió a un monje que cuidaba las plantas y casi le gritó: “Hermano, ¿Qué sucedió? ¿Cómo cambió todo de repente?” El otro, intrigado y entre risas, respondió: “Hace veinte años que estoy aquí, y todo sigue igual. Pero, anciano hermano, permítame preguntarle, ¿de dónde viene Ud.?”, a lo que él replicó:
“¿Por qué me llama anciano? ¡Tengo cuando mucho la mitad de su edad!” “¿La mitad de mi edad?
– preguntó el otro. “¿Con ese cabello tan blanco?” Urbanus se sintió desfallecer; bajó la cabeza, y sólo ahí notó la larga barba, blanca como la nieve, que le caía hasta la cintura. Sin comprender nada, deambuló por los corredores, extrañando que todos se apartaban de él como si estuviesen viendo un fantasma. En cierto momento, vio caminar en su dirección a un grupo de monjes encabezados por el abad, quien, llevando en alto un crucifijo, dijo solemnemente: “Oh alma del otro mundo, en nombre de Jesucristo, parad y decid, ¿Qué deseáis aquí, en nuestra abadía?”
“¡Yo vivo aquí!” – replicó Urbanus afligido. “Uds. son los extraños...¿Dónde está el Abad Félix, y dónde están mis hermanos de hábito?” La sorpresa era general. En esto, un joven se adelantó y dijo al abad: “Esto me recuerda algo que leí en un diario del monasterio.
Pido autorización para traerlo”. En dos minutos estaba de vuelta con el grueso volumen, harto envejecido. Lo abrió y leyó en voz alta:
“En este año del Señor de 1067 – hace trescientos años – Urbanus, el joven bibliotecario del monasterio desapareció sin dejar rastro. Nunca se supo si huyó de la vida monacal o si se volvió loco.” Urbanus suspiró y, con los ojos en lágrimas y voz trémula, dijo:
“Ah, ruiseñor, ¿ese era entonces tu mensaje? ¡Yo te seguí durante tres minutos, escuchando tu cantar, y tres siglos transcurrieron! ¡Era una canción del cielo la que yo oía! ¡Cómo el tiempo de nuestras vidas no es nada en comparación con la eternidad! Ahora comprendo y alabo a Dios.”
viernes, 4 de febrero de 2011
El Monje y el ruiseñor
Etiquetas: heraldos del evangelio, uruguaay, uruguauy, uruguay, uruuguay
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario