Anselmo y Mario, dos grandes amigos, no podían ser más diferentes uno del otro en lo que a dotes naturales se refiere. El primero era talentoso, elegante, rico y de buena familia. El segundo, pobre y apagado. Sin embargo, por encima de esas diferencias, algo los unía estrechamente: ambos eran grandes de alma. Una mañana de domingo, Anselmo le comunicó a su amigo que estaba por partir al Convento de Santo Domingo, donde entraría de novicio. Quiero ser predicador, como buen hijo de Santo Domingo, para convertir mucha almas a Cristo y divulgar la devoción del Santo Rosario. Aunque entristecido por el inminente fin de tantos años de convivencia, Mario felicitó a su amigo y lo incentivó a seguir adelante en aquella sublime vocación:
–Siempre estaremos unidos en oración. Rezaré mucho para que seas un gran predicador santo – respondió, enfatizando el adjetivo santo.
Pocos meses después, Mario encontró la manera de alojarse también en el Convento de Santo Domingo, en el que prestaba pequeños servicios a la comunidad. Y… de vez en cuando conversaba un poco con su estimado amigo, al que repetía siempre:
–Rezo para que seas un santo predicador.
Al fin llegó el esperado día de la ordenación sacerdotal de Anselmo. Su primer sermón arrebató y estremeció a los fieles. Desviando de vez en cuando la mirada, el predicador veía que Mario, en un rincón de la iglesia, desgranaba discretamente las cuentas de su rosario. “¡Está rezando por mí!”– pensaba, agradecido.
Al cabo de pocos años, Fray Anselmo se hizo un predicador famoso. Llegaban solicitudes de todas partes Además de ser inteligente y culto, preparaba con esmero sus prédicas, cuyos buenos efectos quedaban confirmados en las numerosas conversiones y los brotes de renovación espiritual en todos los lugares donde se dejaban oír sus ardorosas palabras. Mario seguía en el convento, donde los monjes lo llamaban “Hermano Mario”. Hombre habilidoso, encontró la manera de acompañar a Fray Anselmo en todos los viajes para “cuidar de sus cosas”. Y –¡curioso detalle!– no se perdía un sermón siquiera. Ahí estaba siempre, con su gran rosario en las manos, rezando, rezando…
Pero, ¿qué hacía Fray Anselmo para arrebatar y convertir a las multitudes?
Un Viernes Santo, el obispo le encargó la homilía sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Apiñados en la Catedral, todos los fieles escuchaban atentamente. Cuando hubo llegado al punto en que el Divino Redentor inclinó la cabeza y expiró, el predicador hizo una pequeña pausa, para decir luego estas sencillas palabras:
–¡Y Dios murió! …
El respetuoso silencio fue roto por sollozos, y las lágrimas cayeron de muchos rostros. La divina tragedia del Hijo de Dios muerto en la Cruz había tocado a fondo los corazones. En otra oportunidad, siendo Noche Buena, y después de componer vívida y cuidadosamente en la imaginación del auditorio la escena de la Gruta de Belén, el gran predicador llamó la atención sobre el trascendental acontecimiento que iba a darse en ese momento. Y añadió: –Entonces, el Hijo de Dios se hizo Niño y se posó sonriente en los brazos de María. Hubo un estallido de alegría en la iglesia. La emoción tomó cuenta de hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos. De esos corazones subía hacia el Niño Dios una ola de ternura, de
afecto y adoración. Pasaron los años, a lo largo de los cuales escenas como ésas se hicieron habituales en la vida de Fray Anselmo. A su paso, iba dejando una estela de conversiones, de radicales cambios de vida, de fervor renovado.
Hasta que un día…
En la celebración de una gran solemnidad, el famoso predicador subió al púlpito y pronunció las primeras palabras del sermón mientras miraba maquinalmente hacia el lugar donde solía colocarse el buen Hermano Mario.
No había nadie. “¿Dónde estará?” – se preguntó, preocupado.
Pero Fray Anselmo tenía que ocuparse de la homilía, así que continuó.
Las ideas se formaban en su mente con la acostumbrada claridad, mientras sus palabras límpidas y claras resonaban en la amplitud del inmenso templo. Pero –¡cosa extraña!– no encontraban eco en las almas. Esforzóse más el predicador, poniendo en juego los innumerables recursos de su oratoria para
mover esos corazones a una actitud interior de fe y piedad. Fue en vano. ¿Qué habría ocurrido?
Terminada la Misa, Fray Anselmo regresó al Convento y le preguntó al portero:
– ¿Dónde está el Hermano Mario?
–Falleció hace casi media hora. Su cuerpo está aún tibio en la celda.
Tras rezar junto al cuerpo sin vida de su viejo y fiel amigo, el predicador quiso saber el motivo de aquella muerte tan inesperada. El Padre Rector le explicó:
–En los últimos meses el Hermano Mario daba indicios de estar gravemente enfermo, pero se negaba a reposar, alegando siempre que debía “cuidar de las cosas de Fray Anselmo”.
–Pero, ¿qué es lo que hacía?
– ¡Muchas oraciones! Rezaba incansablemente.
Cuando alguien le preguntaba para quién eran tantas oraciones, solamente respondía: “Nuestra Madre sabe”.
–Era un santo – comentó Fray Anselmo, conmovido.
–Y mucho…
El gran predicador siguió con su vida de intenso apostolado, pero sentía que un cambio inexplicable se había producido. Preparaba sus sermones con el máximo esmero. Las palabras acudían a sus labios con abundancia y claridad. Los fieles lo escuchaban con agrado. Pero no daban muestra alguna de contrición ni de fervor. Algo había desaparecido. En la Misa solemne de la fiesta de Santo Domingo, Fray Anselmo hablaba… hablaba… para oídos atentos pero corazones cerrados. En cierto momento se calló, como alcanzado por una visión, y empezó a palidecer. Algunos de los presentes lo ayudaron, conduciéndolo a la sacristía, donde un médico le dio este
diagnóstico: –Fatiga grave, Padre. Usted necesita cambiar de aires, reposar. Esbozando una ligera sonrisa, Fray Anselmo respondió: –¡No, no, nada de eso! Era él… con sus interminables oraciones. ¡La causa de todas aquellas conversiones era él, mi pobre amigo! Llévenme a la tumba del Hermano Mario. Al llegar allá, el famoso predicador lloró largamente, humillado, sí, pero convertido. Al final, iluminado por la gracia, había comprendido que todo el éxito de sus sermones no se debía a su brillante oratoria, sino a las fervorosas oraciones del humilde Hermano Mario.
Como un benéfico torrente de luz, acudieron a su mente los recuerdos de sus estudios sobre el indispensable papel de la gracia para mover a las almas a la conversión. Porque los discursos más lógicos, más brillantes, son incapaces de suscitar cualquier buen movimiento de alma. Es Dios el que convierte, mediante la gracia. Y ésta se obtiene por la oración a través de la Virgen Santísima.
Ahora Fray Anselmo veía con claridad la importancia del Hermano Mario, el simple, el opaco… ¡el poderoso Hermano Mario! Permaneció por varias horas ante su tumba, rezando serenamente. Acercándosele, el Padre Rector preguntó:
– ¿Le pide al buen Hermano Mario la recuperación de la salud?
–No, Padre Rector, ¡le pido la virtud de la humildad! – respondió el gran predicador, con un rostro marcado por las lágrimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario