Hacía muchos años que las Hermanas Marcelinas se habían establecido en la pintoresca ciudad de Chambéry, localidad cercana a los Alpes franceses. Se dedicaban a la educación cristiana de la juventud y tenían un internado, además de la formación externa, para aquellas alumnas que vivían en zonas más alejadas o que deseaban llevar una vida más ordenada.
El establecimiento docente era conocido en toda Saboya por la calidad de su enseñanza, pero especialmente por el esmero con el que las religiosas procuraban conducir a las estudiantes por el camino de la virtud y de la afectuosa disciplina con las que forjaban su carácter.
Sebastián y Clara, distinguidos y honestos propietarios vinícolas de la región, tenían una única hija — Judith— que era la alegría de la casa.
La chiquilla era piadosa e inteligente, y también bastante precoz. Aprendió a leer con tan sólo cinco años y poseía una increíble afición por el estudio. Se sabía el Catecismo de memoria y, por ello, afrontaba pequeñas discusiones con otros niños sobre temas religiosos.
Sus padres, que se daban cuenta de los dones de su hija, deseaban que tuviese la mejor formación posible.
Así que, tan pronto como hizo la Primera Comunión, la matricularon en las Marcelinas de Chambéry, en régimen de internado, dado que su propiedad distaba bastante de la ciudad.
En esta conceptuada institución, la niña no sólo sobresalía en las clases, sino que se encantaba al contemplar los actos de piedad de las religiosas. Furtivamente les acompañaba al canto del Oficio Divino, rezaba el Rosario con ellas y no faltó nunca a la Misa de la comunidad.
En cierta ocasión supo que Santo Tomás de Aquino declaró que había aprendido mucho más en sus visitas al Santísimo Sacramento que estudiando en los libros. Desde ese momento, hizo el propósito de frecuentar la capilla siempre que le fuera posible. No era raro encontrársela junto a Jesús Eucarístico, con sus cuadernos y libros, haciendo los deberes. Judith era una niña verdaderamente devota.
Llegaron las vacaciones y volvió a su hogar. Sus padres estaban muy satisfechos con la cultura, la buena disposición y el trato afectuoso que la niña manifestaba. Había progresado a pasos agigantados desde la última vez que la vieron. Conversaba alegre mente con todos, ayudaba a su madre en las tareas domésticas, cuidaba de los animalitos y del huerto, pero lo que realmente le gustaba era pasearse por las viñas y por el bosque, o refugiarse en un rinconcillo tranquilo para leer algún libro interesante.
Cuando regresó al colegio, se encontró con una agradable novedad: todas hablaban de una santa, con la que enseguida se identificaría. Era la carmelita de Lisieux, Teresita del Niño Jesús, que había sido canonizada hacía poco tiempo. De ella aprendió a ofrecer pequeños sacrificios, con lacerteza de que el Señor los aceptaría con todo su amor. Siempre que surgía alguna contrariedad con sus compañeras, se ponía en las manos de Jesús e inmediatamente sentía una paz de alma muy grande.
Algunas semanas después de haber empezado el nuevo curso, en una tarde gris de otoño, la directora del colegio, la Hna. Juana, llamó a Judith a su despacho. La niña se asustó por lo inesperado de ese hecho.
Andaba por los pasillos haciendo un examen de conciencia para saber si habría cometido alguna falta…
A pesar de no haber encontrado nada que le acusase, entró con aprensión en la oficina.
La Madre superiora le dice: — Mi pequeña Judith, te he llamado para darte un noticia no muy buena, pero ¡ten confianza! Todo tiene solución, si nos ponemos en las manos de Dios.
— ¿Y cuál es la noticia, Madre, que tanto le preocupa?
— Hija, he recibido una carta de tu padre y me dice que han sufrido un percance económico y que no van a poder enviarnos las correspondientes mensualidades para mantenerte estudiando entre nosotras.
— No puede ser, Madre ¡ayúdeme!, exclamó la niña. Soy tan feliz aquí…
— Mira, le respondió la superiora conmovida, se aproxima la fiesta de Santa Teresita y recuerda que ella siempre le ofrecía pequeños sacrificios a Jesús y Él los recibía con mucho afecto, pues entonces ¡haz tú lo mismo!
La respuesta dejó a la niña sorprendida.
Parecía que la religiosa había leído en su interior la gran devoción que ya sentía por aquella humilde monja carmelita. Tan pronto como salió de la sala, Judith se dirigió hacia la capilla. Se arrodilló a los pies del sagrario y le pidió a Jesús que revertiera la situación de su casa. Abandonar el colegio significaría dejar de estudiar, estar lejos de las religiosas, pero también sería apartarse de aquel tabernáculo, donde tantas y tantas gracias había recibido.
Llena de confianza en la intercesión de Santa Teresita y animada por las palabras de la directora, decidió ofrecerle un pequeño sacrifico: hasta el día de la festividad de la santa no comería en el postre ni queso ni dulces, que tanto le gustaban, a fin de que su querido padre fuese socorrido en sus dificultades y ella pudiese continuar en el colegio.
El día de la fiesta llegó y Judith se sintió durante toda la jornada inundada por una suave alegría. Una semana después, la superiora la llamó nuevamente. Había llegado otra carta de su padre en la que decía: “Rvda. Madre, tengo que darle muchas gracias a Dios porque una ayuda prodigiosa e inesperada ha permitido que nuestra familia saliera del apuro en el que se encontraba.
Para que mi hija no se preocupara demasiado, en la anterior carta oculté la gravedad de las circunstancias por las que pasamos. Pero ahora le puedo confesar que estábamos a punto de vender la propiedad donde mi familia había vivido desde hace más de cuatro siglos.
“Resuelta la situación, me apresuro a comunicarle que estoy nuevamente en condiciones de asumir mis compromisos. Sé muy bien que la caridad de ustedes jamás habría dejado a mi hija desamparada, pero considero un deber de justicia y gratitud colaborar, en la medida de mis posibilidades, con esa benemérita institución. Por eso, la cantidad que les envío esta vez es mucho mayor que la de costumbre”.
La Madre Juana y Judith se miraron emocionadas. Fueron a agradecer, ante el sagrario, la gracia que, por intercesión de Santa Teresita, el Niño Jesús les había concedido. Y allí, hablando bajito para no romper el recogimiento de la capilla, la superiora le dijo a su discípula:
— Es necesario sacar una lección de este episodio para toda la vida: los pequeños sacrificios, cuando se ofrecen con amor, tocan profundamente el Corazón de Jesús. Y Él, que jamás se deja vencer en generosidad, colma de gracias y bendiciones a aquellos que los depositan en sus divinas manos. Dios no defrauda nunca a los que ponen su confianza en Él.
El establecimiento docente era conocido en toda Saboya por la calidad de su enseñanza, pero especialmente por el esmero con el que las religiosas procuraban conducir a las estudiantes por el camino de la virtud y de la afectuosa disciplina con las que forjaban su carácter.
Sebastián y Clara, distinguidos y honestos propietarios vinícolas de la región, tenían una única hija — Judith— que era la alegría de la casa.
La chiquilla era piadosa e inteligente, y también bastante precoz. Aprendió a leer con tan sólo cinco años y poseía una increíble afición por el estudio. Se sabía el Catecismo de memoria y, por ello, afrontaba pequeñas discusiones con otros niños sobre temas religiosos.
Sus padres, que se daban cuenta de los dones de su hija, deseaban que tuviese la mejor formación posible.
Así que, tan pronto como hizo la Primera Comunión, la matricularon en las Marcelinas de Chambéry, en régimen de internado, dado que su propiedad distaba bastante de la ciudad.
En esta conceptuada institución, la niña no sólo sobresalía en las clases, sino que se encantaba al contemplar los actos de piedad de las religiosas. Furtivamente les acompañaba al canto del Oficio Divino, rezaba el Rosario con ellas y no faltó nunca a la Misa de la comunidad.
En cierta ocasión supo que Santo Tomás de Aquino declaró que había aprendido mucho más en sus visitas al Santísimo Sacramento que estudiando en los libros. Desde ese momento, hizo el propósito de frecuentar la capilla siempre que le fuera posible. No era raro encontrársela junto a Jesús Eucarístico, con sus cuadernos y libros, haciendo los deberes. Judith era una niña verdaderamente devota.
Llegaron las vacaciones y volvió a su hogar. Sus padres estaban muy satisfechos con la cultura, la buena disposición y el trato afectuoso que la niña manifestaba. Había progresado a pasos agigantados desde la última vez que la vieron. Conversaba alegre mente con todos, ayudaba a su madre en las tareas domésticas, cuidaba de los animalitos y del huerto, pero lo que realmente le gustaba era pasearse por las viñas y por el bosque, o refugiarse en un rinconcillo tranquilo para leer algún libro interesante.
Cuando regresó al colegio, se encontró con una agradable novedad: todas hablaban de una santa, con la que enseguida se identificaría. Era la carmelita de Lisieux, Teresita del Niño Jesús, que había sido canonizada hacía poco tiempo. De ella aprendió a ofrecer pequeños sacrificios, con lacerteza de que el Señor los aceptaría con todo su amor. Siempre que surgía alguna contrariedad con sus compañeras, se ponía en las manos de Jesús e inmediatamente sentía una paz de alma muy grande.
Algunas semanas después de haber empezado el nuevo curso, en una tarde gris de otoño, la directora del colegio, la Hna. Juana, llamó a Judith a su despacho. La niña se asustó por lo inesperado de ese hecho.
Andaba por los pasillos haciendo un examen de conciencia para saber si habría cometido alguna falta…
A pesar de no haber encontrado nada que le acusase, entró con aprensión en la oficina.
La Madre superiora le dice: — Mi pequeña Judith, te he llamado para darte un noticia no muy buena, pero ¡ten confianza! Todo tiene solución, si nos ponemos en las manos de Dios.
— ¿Y cuál es la noticia, Madre, que tanto le preocupa?
— Hija, he recibido una carta de tu padre y me dice que han sufrido un percance económico y que no van a poder enviarnos las correspondientes mensualidades para mantenerte estudiando entre nosotras.
— No puede ser, Madre ¡ayúdeme!, exclamó la niña. Soy tan feliz aquí…
— Mira, le respondió la superiora conmovida, se aproxima la fiesta de Santa Teresita y recuerda que ella siempre le ofrecía pequeños sacrificios a Jesús y Él los recibía con mucho afecto, pues entonces ¡haz tú lo mismo!
La respuesta dejó a la niña sorprendida.
Parecía que la religiosa había leído en su interior la gran devoción que ya sentía por aquella humilde monja carmelita. Tan pronto como salió de la sala, Judith se dirigió hacia la capilla. Se arrodilló a los pies del sagrario y le pidió a Jesús que revertiera la situación de su casa. Abandonar el colegio significaría dejar de estudiar, estar lejos de las religiosas, pero también sería apartarse de aquel tabernáculo, donde tantas y tantas gracias había recibido.
Llena de confianza en la intercesión de Santa Teresita y animada por las palabras de la directora, decidió ofrecerle un pequeño sacrifico: hasta el día de la festividad de la santa no comería en el postre ni queso ni dulces, que tanto le gustaban, a fin de que su querido padre fuese socorrido en sus dificultades y ella pudiese continuar en el colegio.
El día de la fiesta llegó y Judith se sintió durante toda la jornada inundada por una suave alegría. Una semana después, la superiora la llamó nuevamente. Había llegado otra carta de su padre en la que decía: “Rvda. Madre, tengo que darle muchas gracias a Dios porque una ayuda prodigiosa e inesperada ha permitido que nuestra familia saliera del apuro en el que se encontraba.
Para que mi hija no se preocupara demasiado, en la anterior carta oculté la gravedad de las circunstancias por las que pasamos. Pero ahora le puedo confesar que estábamos a punto de vender la propiedad donde mi familia había vivido desde hace más de cuatro siglos.
“Resuelta la situación, me apresuro a comunicarle que estoy nuevamente en condiciones de asumir mis compromisos. Sé muy bien que la caridad de ustedes jamás habría dejado a mi hija desamparada, pero considero un deber de justicia y gratitud colaborar, en la medida de mis posibilidades, con esa benemérita institución. Por eso, la cantidad que les envío esta vez es mucho mayor que la de costumbre”.
La Madre Juana y Judith se miraron emocionadas. Fueron a agradecer, ante el sagrario, la gracia que, por intercesión de Santa Teresita, el Niño Jesús les había concedido. Y allí, hablando bajito para no romper el recogimiento de la capilla, la superiora le dijo a su discípula:
— Es necesario sacar una lección de este episodio para toda la vida: los pequeños sacrificios, cuando se ofrecen con amor, tocan profundamente el Corazón de Jesús. Y Él, que jamás se deja vencer en generosidad, colma de gracias y bendiciones a aquellos que los depositan en sus divinas manos. Dios no defrauda nunca a los que ponen su confianza en Él.
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