Redacción (Martes, 14-01-2013, Gaudium Press) Se levanta en la ciudad de Petrópolis un edificio de armoniosas proporciones, conocido por el nombre de Palacio Río Negro. Célebre por haber servido como residencia oficial de verano a los presidentes de la República Vieja, el predio reasumió en 1997 este honroso papel en el panorama nacional.
La distinción y el buen gusto de sus salones nos hablan de recepciones memorables, cenas de gala y negociaciones diplomáticas de alto interés para el País.
Entretanto, poco conocida es la historia de una joven que habitó esa mansión al final del siglo XIX: Francisca de Río Negro, novena hija de Manuel Gomes de Carvalho Filho, Barón de Río Negro, y de Emília Gabriela Teixeira Leite de Carvalho. La vida admirable de esta aristócrata nacida en los años de prodigalidad del ciclo del café contiene episodios dignos de figurar en las mejores páginas de la hagiografía católica. Es uno de ellos, conmovedor y rico en ejemplos, el que vamos ahora a considerar.
Un alma magnánima nacida en cuna de oro
Dada la importancia social y la opulencia de su familia, Francisca de Río Negro vino al mundo en cuna de oro. Poseía ya en los inicios lo que para muchos constituye la ambición de toda la vida: fortuna, prestigio y belleza. Este punto de partida le dio la oportunidad de experimentar la gran verdad del Libro Sagrado: "Vi todo cuanto se hace debajo del sol, y es: todo vanidad y viento que pasa" (Ecl 1, 14). Como fruto de su magnanimidad, sentía en sí un apelo para elevados ideales y superiores dedicaciones, no pudiendo comprender una existencia empleada apenas al servicio de sus propios intereses.
Así, bajo los auspicios del Papa Pío X, dio inicio en Roma a una Congregación religiosa femenina destinada a impetrar gracias en favor del Sumo Pontífice y de los sacerdotes: la Compañía de la Virgen. La misión de fundadora, para la cual Dios llama almas fuertes, exigió de ella no pequeña disposición de confiar contra todas las apariencias de fracaso.
En su horizonte interior no cabía la desconfianza
La Madre Francisca de Jesús, como era llamada en religión, todavía no había terminado de fundamentar la obra naciente cuando se vio afectada por el mal de Basedow. Tal enfermedad, de la cual falleció posteriormente, la postró por doce años y le minó la salud al punto de tornar imposible su permanencia al frente de la comunidad.
A ese estado de extrema debilidad - la enfermedad abaló, inclusive, su sistema nervioso -, se sumaron no pocas penurias materiales que comprometieron seriamente la existencia de la recién fundada Congregación. Muchas hermanas, descorazonadas por el infortunio, abandonaban la vocación, en un triste cortejo de deserciones. Cada día el contingente del monasterio disminuía, sin que la fundadora pudiese abandonar el lecho para tomar medidas capaces de revertir el cuadro.
La Madre Francisca se encontraba inmersa en aflictiva situación: además de enferma, se veía delante de una comunidad depauperada e incapaz de llevar a las últimas consecuencias el ideal abrazado antes con ánimo y fervor. ¡Era la derrota de sus santos anhelos, el fracaso de años enteros de integral dedicación!
Sin perder la calma ni llevarse por el amor propio, al cual no daba entrada en su alma, permanecía ella en su cuarto, perseverante en la oración. A la vista de los fracasos, su fervor no se desvirtuó, ni su horizonte interior, habituado a la contemplación de los misterios divinos, fue tiznado por un solo pensamiento de desconfianza en relación al Dios de Quien, en último análisis, emanaba el permiso para que todo eso aconteciese.
De repente, se abre una avenida luminosa
Los sufrimientos de la Madre Francisca fueron particularmente atroces en el día 28 de octubre de 1922, y cuando ella se preguntaba si todavía conseguiría soportarlos, le sobrevino la consideración de los padecimientos muchísimo mayores del Hombre Dios en su Pasión. En ese momento - ¡hecho prodigioso! -, apareció delineada en la pared de la cela el Sagrado Rostro de Nuestro Señor Jesucristo crucificado. Acto continuo, ella se encontró inundada de paz, acrecida de la sobrenatural certeza de estar cumpliendo en todo los designios del Redentor y de su Santa Madre.
Esa maravillosa manifestación de la bondad divina infundió en el alma de la fundadora un aumento de fuerzas para proseguir con resignación su vía de dolores. Y no solo ella, sino también las demás monjas se sintieron robustecidas, al punto de superar el estado de penuria y prestar en aquel convento, por largos años, muchos servicios a la causa de Dios.
Grande y proficua fuera la confianza de Madre Francisca, pues la situación que parecía abocarse a un agujero sin salida, se abrió de repente en una avenida luminosa, de heroísmos, esperanzas y realizaciones. El modo como eso se dio, sin embargo, no consistió en una secuencia de ostensivos triunfos sobre las adversidades, sino en esfuerzos y sacrificios premiados por las bendiciones de Dios. Muchas veces, Él Se complace en no retirar por completo las agruras del camino de sus hijos, sino en pedir de ellos un nuevo acto de confianza a cada paso.
Por la Hna. Carmela Werner Ferreira, EP
(Mañana: El ejemplo de San Pedro - Bondad inagotable de Jesús)
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