Se cuenta que esta hermosa historia ocurrió hace muchísimos años en la milenaria localidad china de Nankín, situada a los pies de la Montaña Púrpura y cerca del río Azul, el conocido Yangtsé.
Allí vivía un niño muy inteligente y vivaracho que se llamaba Ling. Su familia, evangelizada por un sacerdote jesuita, se había convertido al cristianismo y formaba parte de la pequeña comunidad católica de entonces.
Tan pronto como la criatura vino al mundo, sus padres la bautizaron y ya desde la más tierna infancia le inculcaron el amor a la verdad, la belleza y el bien.
Nunca Ling había dicho una mentira. Le gustaba admirar los bellos paisajes que rodeaban la ciudad, especialmente al atardecer, cuando el sol pintaba de dorado, rojo y lila el cielo tan azul de Nankín. La gente elogiaba su singular inteligencia, pero él no le daba importancia a eso; sabía que era un don que Dios le había dado para servirle y lo único que quería era ser un buen niño.
Cuando cumplió los nueve años hizo la Primera Comunión —junto con sus compañeros— con mucho entusiasmo.
El festejo había sido inolvidable, aunque lo que más le había marcado fue el sentir la presencia del mismo Dios vivo en su inocente corazón.
Le encantaba la naturaleza y se dedicaba con esmero a la jardinería.
Su predilección eran las flores. Todas las que plantaba nacían con mucha lozanía y hermosura, pues conocía los secretos de este bonito arte y lo ejercía con mucho amor, consciente de que en la naturaleza se refleja la belleza de Dios.
Por aquella época, el emperador chino estaba ya muy mayor y tenía un grave problema: no poseía heredero.
¿Moriría sin dejar descendencia? Conforme iban pasando los años más preocupado se quedaba:
¿quién sería su sucesor? Un día de primavera fue a Nankín para visitar el lugar donde estaban enterrados sus antepasados, la famosa tumba Ming Xiaoling. Mientras paseaba por los enormes bosques y jardines que rodean la majestuosa construcción, se le ocurrió una brillante idea para resolver el problema de su sucesión: organizaría un concurso floral con todos los niños del imperio.
Envió un comunicado a todos los rincones de sus dominios, en el que se convocaba a los chiquillos para que se presentaran en palacio. Les atendió en uno de sus jardines, tan bien cuidado que cada planta parecía una joya. Los concursantes recibieron una semilla y el encargo de hacerla germinar y cuidar de ella durante un año; para la próxima primavera tendrían que volver de nuevo al palacio con la planta que les hubiera nacido. El joven que lograse obtener la flor más bella se convertiría en el heredero del trono. Los niños se quedaron eufóricos, soñaban ya cada cual con un hermoso palacio, ropas magníficas, excelentes comidas, todo aquello que imaginaban que era la deliciosa vida de un emperador.
Ling estaba convencido que conseguiría llevar algo muy especial.
Con mucho cuidado plantó su semillita y todas las mañanas la regaba.
Ling, con toda candidez y sinceridad, le narró al emperador todos los cuidados y atenciones que le había
prestado a su semillita.
Pasaron varios días y… nada. Pasó un mes y… ¡nada! Llegó el otoño y… ¡lo mismo! La cambió de maceta y redobló las atenciones, pero la simiente seguía sin germinar.
El invierno terminó y vino de nuevo la primavera. Ling sólo tenía una maceta llena de tierra y sin ninguna flor. No entendía lo que había ocurrido y tampoco sabía qué hacer.
Por fin llegó el gran día de comparecer ante el emperador. Todos los muchachos se engalanaron para ir al palacio y llevar sus magníficas flores. Ling era el único que iría con las manos vacías. Y, entonces, se puso a llorar.
Su padre, no obstante, le aconsejó:
— Hijo mío, en todos estos meses has hecho lo mejor que podías hacer y sólo has obtenido una maceta llena de tierra. Pues ve hasta el emperador y cuéntale lo que te ha pasado. Si se ríen de ti, no te preocupes por ello, porque más vale decir la verdad que inventar una mentira para evitar que se burlen de uno.
El niño salió en dirección al palacio.
Al llegar allí, se encontró con centenas de críos que llevaban unas plantas muy exuberantes y exóticas, como bromelias, orquídeas o “aves del paraíso”, incluso más sencillas como azaleas o violetas.
Todas las macetas contenían, por lo menos, una flor. Salvo la que llevaba Ling, que no tenía ninguna. Las miradas se centraron en él y las risas y cuchicheos empezaron a oírse.
El soberano contemplaba atento las innumerables flores de rara belleza.
Pero sus ojos buscaban alguna cosa que parecía que no encontraban…
De pronto, se fijó en el niño de la maceta vacía y lo llamó. Trató de indagar el motivo de su fracaso.
Ling, con toda candidez y sinceridad, le narró todos los cuidados y atenciones que le había prestado a su semillita: como la había regado, ablandado la tierra, cambiado de maceta, puesta al sol; pero de allí no brotó nada. Desilusionado, acabó por decir que lo había hecho mejor que pudo, y le pedía perdón al emperador por no haber conseguido ninguna cosa.
El emperador, sonriendo, declaró solemnemente:
— ¡Por fin encontré al heredero del trono!
Ling estaba perplejo, al igual que los otros niños. Y el emperador continuó:
— No sé qué es lo que habéis hecho para conseguir flores tan bonitas, exóticas y exuberantes… ¡Ling ha sido el único honesto! Todas las semillas que fueron distribuidas habían sido cocidas antes, por lo tanto, de ninguna de ellas podría haber germinado nada. Ling ha sido el único que no se avergonzó de decir la verdad, aunque sufriera el ridículo ante todos. Su honestidad debe ser premiada. Declaro que él será el futuro emperador, ya que ganó el concurso al traer la flor más bella de todas las que aquí están: la flor de la sinceridad.
Allí vivía un niño muy inteligente y vivaracho que se llamaba Ling. Su familia, evangelizada por un sacerdote jesuita, se había convertido al cristianismo y formaba parte de la pequeña comunidad católica de entonces.
Tan pronto como la criatura vino al mundo, sus padres la bautizaron y ya desde la más tierna infancia le inculcaron el amor a la verdad, la belleza y el bien.
Nunca Ling había dicho una mentira. Le gustaba admirar los bellos paisajes que rodeaban la ciudad, especialmente al atardecer, cuando el sol pintaba de dorado, rojo y lila el cielo tan azul de Nankín. La gente elogiaba su singular inteligencia, pero él no le daba importancia a eso; sabía que era un don que Dios le había dado para servirle y lo único que quería era ser un buen niño.
Cuando cumplió los nueve años hizo la Primera Comunión —junto con sus compañeros— con mucho entusiasmo.
El festejo había sido inolvidable, aunque lo que más le había marcado fue el sentir la presencia del mismo Dios vivo en su inocente corazón.
Le encantaba la naturaleza y se dedicaba con esmero a la jardinería.
Su predilección eran las flores. Todas las que plantaba nacían con mucha lozanía y hermosura, pues conocía los secretos de este bonito arte y lo ejercía con mucho amor, consciente de que en la naturaleza se refleja la belleza de Dios.
Por aquella época, el emperador chino estaba ya muy mayor y tenía un grave problema: no poseía heredero.
¿Moriría sin dejar descendencia? Conforme iban pasando los años más preocupado se quedaba:
¿quién sería su sucesor? Un día de primavera fue a Nankín para visitar el lugar donde estaban enterrados sus antepasados, la famosa tumba Ming Xiaoling. Mientras paseaba por los enormes bosques y jardines que rodean la majestuosa construcción, se le ocurrió una brillante idea para resolver el problema de su sucesión: organizaría un concurso floral con todos los niños del imperio.
Envió un comunicado a todos los rincones de sus dominios, en el que se convocaba a los chiquillos para que se presentaran en palacio. Les atendió en uno de sus jardines, tan bien cuidado que cada planta parecía una joya. Los concursantes recibieron una semilla y el encargo de hacerla germinar y cuidar de ella durante un año; para la próxima primavera tendrían que volver de nuevo al palacio con la planta que les hubiera nacido. El joven que lograse obtener la flor más bella se convertiría en el heredero del trono. Los niños se quedaron eufóricos, soñaban ya cada cual con un hermoso palacio, ropas magníficas, excelentes comidas, todo aquello que imaginaban que era la deliciosa vida de un emperador.
Ling estaba convencido que conseguiría llevar algo muy especial.
Con mucho cuidado plantó su semillita y todas las mañanas la regaba.
Ling, con toda candidez y sinceridad, le narró al emperador todos los cuidados y atenciones que le había
prestado a su semillita.
Pasaron varios días y… nada. Pasó un mes y… ¡nada! Llegó el otoño y… ¡lo mismo! La cambió de maceta y redobló las atenciones, pero la simiente seguía sin germinar.
El invierno terminó y vino de nuevo la primavera. Ling sólo tenía una maceta llena de tierra y sin ninguna flor. No entendía lo que había ocurrido y tampoco sabía qué hacer.
Por fin llegó el gran día de comparecer ante el emperador. Todos los muchachos se engalanaron para ir al palacio y llevar sus magníficas flores. Ling era el único que iría con las manos vacías. Y, entonces, se puso a llorar.
Su padre, no obstante, le aconsejó:
— Hijo mío, en todos estos meses has hecho lo mejor que podías hacer y sólo has obtenido una maceta llena de tierra. Pues ve hasta el emperador y cuéntale lo que te ha pasado. Si se ríen de ti, no te preocupes por ello, porque más vale decir la verdad que inventar una mentira para evitar que se burlen de uno.
El niño salió en dirección al palacio.
Al llegar allí, se encontró con centenas de críos que llevaban unas plantas muy exuberantes y exóticas, como bromelias, orquídeas o “aves del paraíso”, incluso más sencillas como azaleas o violetas.
Todas las macetas contenían, por lo menos, una flor. Salvo la que llevaba Ling, que no tenía ninguna. Las miradas se centraron en él y las risas y cuchicheos empezaron a oírse.
El soberano contemplaba atento las innumerables flores de rara belleza.
Pero sus ojos buscaban alguna cosa que parecía que no encontraban…
De pronto, se fijó en el niño de la maceta vacía y lo llamó. Trató de indagar el motivo de su fracaso.
Ling, con toda candidez y sinceridad, le narró todos los cuidados y atenciones que le había prestado a su semillita: como la había regado, ablandado la tierra, cambiado de maceta, puesta al sol; pero de allí no brotó nada. Desilusionado, acabó por decir que lo había hecho mejor que pudo, y le pedía perdón al emperador por no haber conseguido ninguna cosa.
El emperador, sonriendo, declaró solemnemente:
— ¡Por fin encontré al heredero del trono!
Ling estaba perplejo, al igual que los otros niños. Y el emperador continuó:
— No sé qué es lo que habéis hecho para conseguir flores tan bonitas, exóticas y exuberantes… ¡Ling ha sido el único honesto! Todas las semillas que fueron distribuidas habían sido cocidas antes, por lo tanto, de ninguna de ellas podría haber germinado nada. Ling ha sido el único que no se avergonzó de decir la verdad, aunque sufriera el ridículo ante todos. Su honestidad debe ser premiada. Declaro que él será el futuro emperador, ya que ganó el concurso al traer la flor más bella de todas las que aquí están: la flor de la sinceridad.
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