
A menudo, se refugiaba a los pies de un gran crucifijo que era muy venerado en la capilla no sólo por los religiosos, sino también por el pueblo de la región.
Allí, le gustaba a Fray Rodolfo meditar sobre estas palabras del Divino Redentor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Él quería, de alguna manera, consolar al Señor en esta situación de agonía y abandono. Y un día, movido por este generoso y noble deseo, decidió hacerle una audaz ruego. Arrodillándose a los pies de la santa imagen, oró en estos términos:
— Señor, veo cuánto sufristeis por todos nosotros. Aquí estoy yo, tu pobre hijo, te pido algo especial: concededme la gracia de quedar crucificado en vuestro lugar, padeciendo por Vos.
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