
Alguien podría levantar el siguiente problema: "¿Es indiscutible que todo esto es muy bonito; sin embargo... ¿por qué tanta grandeza y de dónde viene toda esta majestad, toda esta gloria manifestada por la Iglesia?"
En su infinita sabiduría, Dios colocó en la creación ciertas cosas que parecerían muy contradictorias a primera vista, pero en realidad constituyen una perfecta armonía, cosas que se complementan. Por ejemplo, cuando Nuestro Señor nos invita a ser simples como las palomas, y entretanto, astutos como las serpientes (Cf. Mt 10, 16).
Así, Dios da a su Iglesia días de una gloria admirable. No obstante, esta gloria nace de otro lado muchas veces oculto a los ojos de muchos, que es el dolor.

Pensemos en los primeros siglos de fundación de la Iglesia, donde solo por el hecho de ser cristianos, millares de hombres, mujeres y niños suportaban terribles y atroces torturas que culminaban con la muerte, por amor al Santísimo nombre de Jesús y de su Santa Iglesia.
Pensemos en los sufrimientos de los Papas a lo largo de la historia que, recibiendo la misión de dirigir al rebaño de Cristo en medio de persecuciones, divisiones, y tantas formas de peligros por las cuales pasó la Iglesia, hicieron de su deber, un altar donde ellos mismos inmolaron sus propias vidas al servicio de Dios y del prójimo.
Pensemos en los religiosos y religiosas de todas las épocas, cada uno teniendo que enfrentar las más duras pruebas interiores características a este género de vida, y que sufriendo todo en el silencio de su recogimiento, sobre ellos se inclinaban los propios ángeles y atraían las bendiciones de Dios.
Y así, si recorriéra

Y al contemplar las grandezas y esplendores de la Santa Iglesia, aprendamos a mirar en el fondo la raíz de esta gloria que nació principalmente de la Sangre Preciosísima de Nuestro Señor Jesucristo, de las lágrimas de María Santísima, y también del dolor y el sufrimiento de un número incontable de almas generosas que supieron atender a la invitación de Nuestro Señor: "Quien quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga" (Mc 8, 34).
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